Pocas coronas han sido tan efímeras como la de Luis I de España
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Imagen meramente ilustrativa. |
La historia tiene un talento especial para las ironías. De todas las coronas que han adornado la cabeza de un monarca, pocas han sido tan efímeras como la de Luis I de España. Apenas siete meses después de haber sido proclamado rey, la viruela lo arrebató de este mundo y devolvió la corona a su padre, Felipe V, como si la historia hubiese decidido corregir un error. Lo llamaron el Bien Amado, pero apenas tuvo tiempo de demostrar si era digno del título. Su vida, breve y marcada por la tutela paterna, fue una pieza más en el ajedrez dinástico de los Borbones, donde los reyes no siempre decidían su propio destino.
El príncipe de Asturias: una infancia entre el deber y la tragedia
Luis de Borbón llegó al mundo el 25 de agosto de 1707, en el imponente Palacio del Buen Retiro de Madrid. Era el primogénito de Felipe V y de María Luisa Gabriela de Saboya, una reina que, aunque apenas rozaba los veinte años, ya estaba marcada por la enfermedad. La tuberculosis la fue consumiendo poco a poco, hasta que murió en 1714, dejando a su hijo mayor con apenas siete años y un vacío materno imposible de llenar.
Desde su nacimiento, Luis era el heredero indiscutible. En 1709, con dos años de edad, fue jurado solemnemente como príncipe de Asturias en el monasterio de San Jerónimo el Real, en Madrid. La ceremonia, grandilocuente y cargada de boato, no ocultaba la realidad: la vida de un príncipe estaba trazada de antemano, y la suya no sería la excepción.
Su educación quedó en manos del militar Baltasar Hurtado de Amézaga, un hombre de armas forjado en las campañas de Flandes, que inculcó en el joven príncipe la obediencia, la etiqueta cortesana y, sobre todo, la sumisión al rey. Porque en la España borbónica, la voluntad del monarca era ley divina, y Felipe V no tenía intención de ceder ni un ápice de su autoridad.
Un matrimonio turbulento: la joven que enloqueció la corte española
En 1722, con apenas 15 años, Luis fue casado con Luisa Isabel de Orleans, una princesa francesa de doce años que era, por azares de la endogamia dinástica, su tía segunda. La boda se celebró en el Palacio Ducal de Lerma, en Burgos, con la fastuosidad que se esperaba de un enlace real.
Pero lo que debía ser una unión política fructífera se convirtió en un escándalo mayúsculo. La nueva princesa de Asturias tenía un carácter errático y un comportamiento que horrorizaba a la corte. Aparecía semidesnuda en público, desprendía un hedor difícil de soportar y tenía manías extrañas, como fregar compulsivamente las superficies o esconderse en los rincones del palacio para devorar cualquier cosa que encontrara, desde dulces hasta objetos no comestibles. La situación llegó a tal punto que la corte comenzó a verla como un problema a erradicar, más que como una futura reina.
Luis, joven e inexperto, no supo o no quiso controlarla. Su relación con ella fue un continuo vaivén de paciencia y vergüenza, mientras su padre, Felipe V, observaba con desdén cómo su hijo se veía arrastrado por una situación que no controlaba.
Un reinado de siete meses: la sombra del padre y la tragedia final
El 15 de enero de 1724, Felipe V tomó una decisión inesperada: abdicó en favor de su hijo. No porque estuviera cansado del poder, sino porque creía que podría seguir gobernando a través de él. A los 16 años, Luis I se convirtió en rey de España, pero su corona tenía más de adorno que de autoridad.
Desde el Palacio de La Granja de San Ildefonso, Felipe V continuaba manejando los hilos del poder. Luis, por su parte, apenas pudo ejercer su gobierno. Su corto reinado estuvo marcado por fiestas, bailes y una vida cortesana donde él era más espectador que protagonista. La verdadera política se seguía decidiendo en las habitaciones privadas de su padre.
Entonces, la tragedia se cruzó en su camino. En agosto de 1724, la viruela hizo su aparición en la corte. El joven rey enfermó gravemente y, el 31 de agosto, murió en el Palacio del Buen Retiro. Tenía solo 17 años.
Con su muerte, España quedó sumida en la incertidumbre. No había un heredero claro, y la única opción viable era que Felipe V volviera al trono. Así lo hizo, consolidando aún más el absolutismo en el país. La viuda, Luisa Isabel de Orleans, fue enviada de vuelta a Francia, donde pasó el resto de su vida en un convento, lejos de la corte que nunca la había aceptado.
Luis I, el rey que nunca gobernó realmente, se convirtió en un episodio fugaz en la historia de España. Apenas un suspiro en la larga dinastía borbónica, un joven atrapado entre el deber y el destino, cuya vida se apagó antes de que pudiera dejar su huella.
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