Un viaje que duraría casi tres décadas
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Hablar de Ibn Battuta es evocar una de las figuras más fascinantes y aventureras de la Edad Media, un hombre cuyo nombre tal vez no sea tan conocido como el de Marco Polo, pero cuyas hazañas superan en magnitud y recorrido a las del mercader veneciano. Este viajero incansable, oriundo de Tánger, Marruecos, nació en 1304 y, con apenas 21 años, decidió emprender un viaje que duraría casi tres décadas y lo llevaría a recorrer más de 120.000 kilómetros, desde el Magreb hasta China, pasando por el África subsahariana, la India y las tierras del Islam.
La llamada del Hajj y el inicio de la aventura
Corría el año 1325, cuando el joven Battuta, movido por la devoción religiosa y el deseo de cumplir con el precepto del Hajj, la peregrinación a La Meca, decidió abandonar su hogar. Si bien su intención inicial era la de cumplir con este deber religioso, su camino se fue extendiendo a medida que el horizonte lo empujaba a descubrir nuevas tierras y gentes. Las crónicas de su viaje, recogidas posteriormente en su libro "Rihla" ("El Viaje"), no solo describen paisajes y ciudades, sino que revelan un universo humano, cultural y religioso rico en matices, entre el que Ibn Battuta supo moverse con destreza.
Su travesía comenzó por la costa norte de África, cruzando Egipto, y, tras pasar por Alejandría y el Nilo, alcanzó finalmente La Meca. Sin embargo, lo que para muchos otros peregrinos habría sido el fin de su periplo, para Ibn Battuta fue solo el comienzo. El viajero, movido por una mezcla de curiosidad insaciable y fervor religioso, continuó su aventura, explorando cada rincón del mundo islámico y más allá.
El esplendor del mundo islámico: Bagdad, Damasco y Persia
Tras su estancia en La Meca, Ibn Battuta dirigió sus pasos hacia Irak y Persia. Llegó a Bagdad, la mítica capital del califato abasí, que aunque en declive tras el asedio mongol de 1258, seguía siendo un centro intelectual y comercial de primer orden. Desde allí, prosiguió su viaje a la antigua ciudad de Damasco, uno de los grandes centros culturales del mundo islámico, donde quedó impresionado por la majestuosidad de sus mezquitas, madrazas y la organización de la ciudad.
La travesía de Ibn Battuta no fue siempre un viaje placentero. En varias ocasiones, se vio envuelto en situaciones peligrosas, como cuando cruzó Persia, una tierra devastada aún por las incursiones mongolas. Aun así, sus relatos siempre reflejan una capacidad extraordinaria para adaptarse a cualquier entorno, ya fuera en las cortes más refinadas de los califas o entre las tribus nómadas que vagaban por los desiertos.
En cada ciudad que visitaba, Battuta no solo se limitaba a observar. Su condición de faqih (experto en derecho islámico) le abrió las puertas de los palacios, las madrazas y las cortes de los gobernantes locales. Esto le permitió mantener contactos con la élite de cada lugar y, a menudo, ganarse el favor de sultanes y emires, quienes lo acogían con honores y le ofrecían protección para continuar su periplo.
Del corazón de África a las costas de la India
Uno de los aspectos más sorprendentes del viaje de Ibn Battuta fue su incursión en el África subsahariana, un territorio que, para la mayoría de los musulmanes del Magreb y el Medio Oriente, era desconocido y misterioso. Battuta fue uno de los pocos viajeros árabes medievales que se aventuraron a cruzar el vasto desierto del Sahara, llegando hasta el reino de Malí, en el África occidental.
El relato de Battuta sobre el reino de Malí es uno de los documentos más valiosos que poseemos sobre esta civilización africana en la Edad Media. Describe con asombro la riqueza y el poder del reino, en particular la figura del mansa (rey), quien, según sus palabras, vivía en una opulencia comparable a la de los grandes monarcas de Oriente. También se detuvo a narrar el profundo respeto que los súbditos de Malí mostraban hacia su rey y la vida cotidiana de sus habitantes, que combinaba influencias islámicas con tradiciones autóctonas.
Desde África, Ibn Battuta continuó su camino hacia el este, llegando a India en 1333, donde entró al servicio del sultán de Delhi, Muhammad bin Tughluq, quien lo nombró qadi (juez islámico). Durante su estancia en la India, que se prolongó durante varios años, Battuta presenció de primera mano el esplendor de la corte del sultán, pero también su brutalidad y excentricidades. La India musulmana de aquella época era una mezcla de culturas: persas, turcas, indias y árabes, y Battuta se sintió atraído tanto por la diversidad cultural como por las complejidades del poder en Delhi.
Sin embargo, su estancia en la India no fue fácil. El sultán Muhammad bin Tughluq, a pesar de su generosidad, tenía un temperamento volátil y caprichoso, y Battuta pronto se dio cuenta de que su vida pendía de un hilo. Aprovechando una misión diplomática que lo llevaría a la corte de la dinastía Yuan en China, decidió abandonar el país.
El viaje a China y la cumbre del mundo conocido
La llegada de Ibn Battuta a China marcó uno de los puntos más altos de su viaje. Desembarcó en los puertos de la dinastía Yuan, la China mongola que, bajo el reinado de los descendientes de Kublai Khan, se había convertido en una de las civilizaciones más avanzadas del mundo. Aunque sus relatos sobre China son más escuetos que los dedicados al mundo islámico, no deja de asombrarse por la grandiosidad de las ciudades chinas, la riqueza de sus mercados y la disciplina de su pueblo.
Ibn Battuta señala en su crónica que los chinos eran extremadamente hábiles en el arte de la navegación y el comercio, y que sus barcos, conocidos como juncos, eran mucho más grandes y sofisticados que cualquier otro que hubiera visto en sus viajes. Sin embargo, también hace alusión a ciertas prácticas que le resultaban extrañas, como el hecho de que las mujeres chinas tuvieran un rol mucho más activo en la sociedad que en las tierras musulmanas, algo que desconcertaba a un hombre de su época.
El regreso a Marruecos y el legado de Ibn Battuta
Tras su paso por China, Ibn Battuta comenzó su regreso a casa, llegando finalmente a Marruecos en 1354, después de casi 30 años de viajes. A su vuelta, el sultán de Fez le encargó dictar sus memorias al erudito Ibn Juzayy, quien recopiló su relato en la obra que conocemos como "Rihla".
Ibn Battuta fue más que un simple viajero. Fue un puente entre civilizaciones, un hombre que, a través de sus escritos, nos permitió vislumbrar un mundo en constante movimiento, donde las culturas y las religiones se entrelazaban, a menudo de forma conflictiva, pero siempre en interacción. Su obra es una ventana única a la diversidad del mundo medieval, y su nombre merece estar junto al de los grandes exploradores de la Historia.
Quizá lo más sorprendente es que, a pesar de la magnitud de sus viajes y las aventuras que vivió, Ibn Battuta siempre consideró que no había hecho más que seguir la voluntad de Dios. En cada rincón del mundo que exploró, dejó huella como cronista, jurista y testigo privilegiado de una época en la que el mundo islámico se encontraba en plena efervescencia, y las rutas de la seda, del oro y del saber conectaban las grandes civilizaciones de su tiempo.
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