Los hilos del pasado
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Es curioso observar cómo la historia se empeña en ser una especie de amante caprichosa y retorcida, que siempre busca formas de enredar el presente con los hilos del pasado. Ese pasado compartido, en ocasiones olvidado o deliberadamente borrado, aparece de nuevo para recordarnos que los orígenes de las naciones no son tan nítidos ni exclusivos como a veces nos gusta pensar. Un ejemplo paradigmático de esta mezcolanza histórica es la Rus de Kiev, un reino medieval que se erige como la madre común de Rusia y Ucrania, dos naciones hoy enfrentadas, pero unidas por un pasado tan remoto como trascendental.
El nacimiento de un reino: vikingos, eslavos y bizantinos
En la primera mitad del siglo IX, un mosaico de tribus eslavas y finougrias habitaba las extensas llanuras del este de Europa, desde los bosques al norte del río Dniéper hasta las vastas tierras al sur del Don. En medio de este escenario salvaje, sin reyes ni leyes unificadas, aparecieron unos señores del mar, hábiles y despiadados: los vikingos. A estos guerreros de sangre nórdica, que los eslavos llamaban varegos, les gustaba navegar por los ríos como el Dniéper y el Volga, rutas comerciales que conectaban el mar Báltico con el mar Negro y más allá, hasta la misma Constantinopla.
Los varegos, sedientos de riqueza y poder, no solo saquearon y comerciaron, sino que comenzaron a establecerse y dominar a las tribus locales, fundando lo que hoy se conoce como la Rus de Kiev. La fundación de este Estado se atribuye tradicionalmente a Rúrik, un caudillo varego que se asentó en Nóvgorod hacia el año 862 y cuyos sucesores, como Oleg y, posteriormente, Igor y Olga, consolidaron un principado que tenía a Kiev, estratégicamente ubicada sobre el Dniéper, como su centro neurálgico.
En Kiev, una ciudad que resonaba con los ecos del comercio, la guerra y la diplomacia, se fraguó un poder capaz de rivalizar con los grandes imperios de la época. Los varegos, aunque guerreros despiadados, demostraron ser también sagaces políticos, sabiendo cuándo blandir la espada y cuándo tender la mano. No tardaron en adoptar ciertas costumbres eslavas y bizantinas, y muy pronto la Rus se vio envuelta en una vorágine de alianzas, guerras y matrimonios dinásticos que la posicionaron como una potencia regional.
Vladimir el Grande y la conversión al cristianismo
De todos los príncipes de la Rus de Kiev, Vladimir I, conocido como Vladimir el Grande, fue quizás el más astuto y ambicioso. Gobernó desde 980 hasta su muerte en 1015 y transformó a la Rus en un reino cristiano, moldeado a imagen y semejanza de Bizancio. La leyenda cuenta que Vladimir evaluó diferentes religiones, incluyendo el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo occidental, antes de decidirse por el rito ortodoxo oriental, una elección que estaría destinada a cambiar la faz del este de Europa.
El relato de la conversión de la Rus es, como tantos episodios históricos, una mezcla de mito y realidad. Los cronistas cuentan que Vladimir envió emisarios a diferentes países para observar sus religiones y decidir cuál sería la más adecuada para su pueblo. Finalmente, la magnificencia y el esplendor de los rituales bizantinos en la iglesia de Santa Sofía de Constantinopla cautivaron a los emisarios de Vladimir, quienes regresaron a Kiev deslumbrados. En 988, Vladimir fue bautizado en Jersón, en la Crimea bizantina, y ordenó el bautismo masivo de los kievitas en las aguas del Dniéper, marcando así el inicio del cristianismo ortodoxo como religión oficial de la Rus.
La conversión de la Rus no solo fortaleció los lazos con Bizancio, sino que cimentó una identidad común para los eslavos orientales bajo la égida de un cristianismo que, aunque influenciado por los griegos, adquirió una personalidad propia. Con Vladimir y sus sucesores, la Rus de Kiev se consolidó como un centro cultural y religioso que irradió su influencia sobre las tierras de los eslavos orientales, sentando las bases de lo que, siglos después, serían las identidades rusa, ucraniana y bielorrusa.
La fragmentación de la Rus y el surgimiento de las diferencias
A la muerte de Vladimir el Grande, la Rus de Kiev no tardó en dividirse en una confusa maraña de principados gobernados por sus numerosos hijos y nietos, todos ansiosos por obtener su porción del pastel. Este desmembramiento, aunque típico de las monarquías medievales, debilitó la cohesión del reino y abrió la puerta a las ambiciones de potencias extranjeras. A medida que los distintos príncipes se enfrascaban en luchas intestinas, la Rus comenzó a desangrarse lentamente, perdiendo la vitalidad que había caracterizado a los tiempos de Vladimir y Yaroslav el Sabio, su hijo más ilustre.
La capitalidad de Kiev se fue difuminando, y otras ciudades como Nóvgorod, Vladímir y Moscú empezaron a ganar preponderancia. Especialmente Moscú, que bajo la dinastía Rúrikida se transformó en un centro político y religioso de creciente importancia, sentando los cimientos de lo que posteriormente sería el Gran Ducado de Moscú y, más tarde, el Zarato de Rusia. Mientras tanto, Kiev, asediada por constantes invasiones de los pueblos esteparios y las incursiones mongolas, entró en un largo período de decadencia.
Por otro lado, en las tierras al oeste del Dniéper, las conexiones culturales y políticas con Europa central y el reino de Polonia-Lituania comenzaron a dejar una huella distinta. Mientras Moscú se volvía cada vez más autocrática y expansionista, los principados ucranianos desarrollaban un ethos marcado por la influencia católica y las instituciones más participativas. Este lento distanciamiento cultural, político y religioso entre los eslavos orientales es el preludio de las identidades separadas que conocemos hoy.
Legado y disputa: de la gloria común al conflicto contemporáneo
Hoy, tanto Rusia como Ucrania reivindican a la Rus de Kiev como el punto de origen de sus respectivas naciones, una disputa que refleja las complejidades y contradicciones de la Historia. Para los rusos, Kiev representa la cuna espiritual y cultural de Rusia, un símbolo de la antigua Rus que precedió a Moscú y que, en su narrativa, justifica una conexión histórica con Ucrania. Por otro lado, los ucranianos ven a Kiev como el corazón de una civilización única, distinta de la tradición rusa y con una historia propia que desafía la idea de ser una simple extensión del mundo eslavo oriental dominado por Moscú.
La Rus de Kiev, entonces, no solo es un reino medieval perdido en los pliegues del tiempo, sino también un campo de batalla simbólico donde se enfrentan narrativas nacionales contrapuestas. Para entender la raíz del conflicto moderno entre Rusia y Ucrania, es imprescindible volver la mirada hacia esta entidad medieval que, con sus princesas escandinavas, sus alianzas bizantinas y su cristianización a golpe de Dniéper, sembró las semillas de un futuro que ni los propios Vladimir o Yaroslav habrían podido imaginar.
Mientras las tensiones actuales hacen que la Historia compartida parezca un terreno más de disputa que de unión, la Rus de Kiev sigue siendo ese eslabón perdido que nos recuerda que, antes de la división, hubo un tiempo en el que ambos pueblos, el ruso y el ucraniano, compartían una misma senda, un mismo credo y, aunque efímera, una misma grandeza. Un testimonio más de que, en la Historia, como en la vida, los orígenes y los destinos rara vez son tan claros como quisiéramos creer.
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