La poco conocida Historia de la cristianización de las Islas Británicas

Personajes oscuros, intrigas políticas y luchas de poder

Imagen meramente ilustrativa.

La historia de la cristianización de las Islas Británicas es uno de esos relatos fascinantes que parecen olvidados entre las sombras de otras grandes epopeyas de la Historia de Europa. Es, además, un relato cargado de personajes oscuros, intrigas políticas y luchas de poder, con un telón de fondo en el que se mezcla lo sagrado y lo profano, la violencia de las conversiones forzadas y el sutil trabajo de misioneros y santos. Se trata de una crónica marcada por la lenta pero imparable influencia del cristianismo, que terminó por tejer los cimientos de lo que sería la civilización occidental en el norte de Europa. Un cuento épico que comienza en las costas bárbaras y paganas de las Islas Británicas y culmina en la consolidación de un nuevo orden social y religioso, con la cruz como estandarte.


Los primeros destellos de la luz cristiana

La Historia de la cristianización de las Islas Británicas se inicia mucho antes de la llegada de San Agustín de Canterbury en el siglo VI, uno de los protagonistas más conocidos de este proceso. Los primeros contactos con el cristianismo datan de la época en la que el Imperio Romano dominaba la Britania, desde su invasión en el año 43 d.C. bajo el emperador Claudio. Durante los siguientes siglos, las legiones romanas establecieron una red de ciudades y campamentos que, inevitablemente, comenzaron a integrar también las nuevas corrientes religiosas del Imperio.

El cristianismo llegó a las Islas Británicas, como a muchos otros rincones del Imperio Romano, de manera lenta y fragmentada, a través de comerciantes, soldados y colonos que traían consigo la fe en un Dios único, en contraposición a los cultos politeístas y druídicos profundamente arraigados en la región. Se cuenta que ya a principios del siglo IV, durante el reinado del emperador Constantino, la Britania romana contaba con comunidades cristianas organizadas. Y no es casualidad que, en el Concilio de Arlés del año 314, la Britania enviara obispos a participar en las decisiones sobre los cimientos de la doctrina cristiana. Sin embargo, estos primeros pasos del cristianismo se vieron bruscamente interrumpidos cuando las legiones romanas abandonaron la isla en el siglo V, dejando un vacío de poder que fue aprovechado por los pueblos anglosajones.


La oscura llegada de los invasores

Con la retirada romana, el cristianismo en Britania quedó gravemente debilitado. Los nuevos invasores, tribus germánicas como los anglos, sajones y jutos, no solo conquistaron la isla, sino que también trajeron consigo sus propias creencias paganas. Eran tiempos convulsos, donde la autoridad eclesiástica apenas podía sostenerse frente al caos político y las constantes guerras tribales.

Uno de los momentos más oscuros de esta etapa fue la desaparición casi completa de la cultura romano-britana, incluyendo en el saco a su incipiente estructura cristiana. Las iglesias fueron destruidas o convertidas en templos para deidades paganas y la élite religiosa fue suprimida o relegada a las zonas más periféricas, como Gales o Escocia. Es en este periodo cuando la figura del legendario rey Arturo comienza a tomar forma en la tradición oral británica, aunque el carácter histórico de Arturo sigue siendo objeto de debate. Lo que sí es cierto es que, en este escenario, las zonas que resistieron la invasión mantuvieron viva la fe cristiana, particularmente en los rincones más remotos del oeste.


San Patricio y el milagro irlandés

Mientras en Britania los anglosajones imponían su dominio pagano, en Irlanda ocurría algo extraordinario. La evangelización de la isla Esmeralda fue obra, principalmente, de un hombre: San Patricio. Hijo de un diácono cristiano romano-britano, Patricio fue capturado y esclavizado por piratas irlandeses cuando era apenas un joven. Cuando se escapó, regresó a Irlanda, esta vez como misionero cristiano, alrededor del año 432. A diferencia de lo que sucedió en Britania, la evangelización de Irlanda fue un proceso relativamente pacífico, en el que el santo supo integrar de manera astuta elementos de la antigua religión celta con los preceptos del cristianismo.

Las historias populares cuentan que San Patricio utilizó un trébol de tres hojas para explicar el misterio de la Santísima Trinidad a los irlandeses, lo cual, según la leyenda, contribuyó al éxito de su misión. Pero más allá del simbolismo, lo cierto es que, en unas pocas décadas, Irlanda se había convertido en un bastión del cristianismo, con monjes que se dedicaron a copiar y preservar manuscritos religiosos y clásicos, convirtiendo la isla en un refugio del saber en medio del caos de Europa.


La misión de Agustín de Canterbury

El verdadero cambio en las Islas Británicas llegaría en el año 597, cuando el papa Gregorio I envió al monje Agustín y a un grupo de cuarenta misioneros a convertir a los anglosajones. Gregorio el Grande había sido testigo de cómo el cristianismo estaba en peligro de ser extinguido en aquellas tierras y decidió restablecer la fe en la región. Es famosa la historia de cómo Gregorio, antes de ser papa, vio a un grupo de jóvenes esclavos anglos en Roma y exclamó: Non angli, sed angeli ("No son anglos, sino ángeles"), una frase que, aunque romántica, demuestra el interés de Roma por la cristianización de los pueblos del norte.

Agustín llegó a Kent, en el sureste de Inglaterra, un reino cuyo rey, Etelberto, estaba casado con una princesa franca cristiana llamada Berta. Este matrimonio allanó el camino para la aceptación del cristianismo y pronto el rey se convirtió, seguido por muchos de sus súbditos. La influencia de la misión agustiniana fue rápida y decisiva en el sur de Inglaterra, y Agustín fue nombrado el primer arzobispo de Canterbury, estableciendo así el epicentro del cristianismo en Inglaterra.


La confrontación entre las dos Iglesias

El cristianismo anglosajón no fue, sin embargo, un proceso homogéneo. Una vez que la misión romana de Agustín había puesto su semilla en el sur, comenzó una lucha sutil, pero firme, con los cristianos célticos de Gales, Escocia e Irlanda. Estos últimos, cuya tradición se remontaba a los primeros cristianos romanos de Britania y a figuras como San Patricio o San Columba, seguían prácticas distintas a las impuestas desde Roma. Uno de los puntos más conflictivos era el cálculo de la fecha de la Pascua, una cuestión que puede parecer trivial a ojos modernos, pero que en aquella época era una diferencia doctrinal de peso.

La culminación de esta disputa ocurrió en el Sínodo de Whitby en el año 664, cuando el rey Oswiu de Northumbria decidió someterse a la autoridad de Roma, unificando así las prácticas religiosas en todo su reino y, con el tiempo, en el resto de Inglaterra. Este fue un paso clave para la consolidación del cristianismo en las Islas Británicas, ya que la aceptación de la autoridad papal no solo significaba una unidad religiosa, sino también una integración más estrecha con el resto de la cristiandad europea.


La cruz se impone

A partir del siglo VII, la conversión al cristianismo se aceleró en todos los reinos de las Islas Británicas. La evangelización de los escoceses, los pictos y los galeses avanzaba en paralelo, gracias a la labor de figuras como San Columba en Escocia y San David en Gales. Para finales del siglo VIII, el cristianismo había echado raíces en casi todos los rincones de las islas, a excepción de algunas áreas más aisladas.

Sin embargo, la historia no se detiene aquí. La cristianización de las Islas Británicas fue solo el primer acto de un drama mucho mayor que marcaría la identidad de la región durante los siglos venideros. La llegada de los vikingos en el siglo IX, los choques con la cultura nórdica pagana y las posteriores reformas religiosas medievales darían forma a una historia compleja, llena de contrastes entre la fe y el poder, entre la cruz y la espada. Pero eso es otra historia.

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