Los escombros del Imperio Romano
Imagen meramente ilustrativa. |
El Imperio Franco es una de esas construcciones políticas que parecen esculpidas a golpes de martillo, con sangre y acero, pero también con inteligencia y astucia. Nacido de los escombros del Imperio Romano, creció bajo la sombra de los reinos bárbaros que se asentaron en Europa occidental. Y su apogeo, claro está, no llegó de la mano de un guerrero cualquiera, sino de un coloso: Carlomagno, el gran emperador que pretendió unir Europa bajo un mismo estandarte.
Sin embargo, como toda historia que se respete, su final no fue tan glorioso. Tras la gloria de Aquisgrán llegaron las sombras de Fontenoy y Verdún, donde el Imperio Franco, esa poderosa estructura, terminó fragmentándose en lo que más tarde sería Francia, Alemania y la Italia del norte. Aquí arranca la crónica de un ascenso espectacular y una caída inevitable.
Los inicios de un reino bárbaro
El Imperio Franco comenzó a forjarse a partir de un grupo de tribus germánicas conocidas como los francos. Allá por el siglo V, estos se instalaron en la Galia, donde establecieron uno de los primeros reinos bárbaros tras la caída de Roma. De entre estas tribus, destacó una familia: los Merovingios, con el legendario Clodoveo como líder, quien logró, con más fuerza que diplomacia, consolidar un reino poderoso. Clodoveo fue el primer gran rey franco, conocido sobre todo por su conversión al cristianismo en el año 496, lo cual le permitió ganar el apoyo de la Iglesia y, de paso, consolidar su autoridad entre las tribus paganas.
No obstante, por muy célebre que fuera Clodoveo, su legado quedó empañado por el caos que siguió a su muerte. Los Merovingios, como buena familia de reyes bárbaros, se dedicaron a repartirse el reino entre los hijos del monarca, una costumbre que derivó en guerras civiles y una progresiva debilidad del poder central. Mientras los reyes se dedicaban a conspirar y guerrear entre sí, una nueva figura comenzó a emerger en la sombra: los mayordomos de palacio, una especie de primeros ministros que, poco a poco, fueron acumulando un poder mayor que el de los propios reyes. Fue precisamente uno de estos mayordomos, Carlos Martel, quien, en el año 732, detuvo la invasión musulmana en la batalla de Poitiers, un evento que no solo salvó al reino franco, sino que lo convirtió en el defensor de la cristiandad en Occidente.
Carlomagno: el apogeo del Imperio
Pero no sería Carlos Martel quien llevaría a los francos a la cumbre, sino su nieto, Carlomagno. Aquí conviene detenerse un momento y contemplar la figura del hombre que no solo unificó buena parte de Europa, sino que resucitó la idea de un imperio romano, el llamado Sacro Imperio Romano Germánico, título que no le fue concedido hasta el año 800, cuando el Papa León III lo coronó como emperador en Roma.
Carlomagno no era un hombre de despacho. Su imperio, más que en tratados, se forjó en el campo de batalla. Desde el año 768, cuando accedió al trono, hasta su muerte en 814, no hubo año en que Carlomagno no se viera envuelto en alguna campaña militar. Conquistó los territorios sajones al este del Rin, sometió a los lombardos en Italia, expandió su dominio hacia los Pirineos e incluso estableció marcas, o zonas de defensa, en el sur, como la Marca Hispánica, una franja de territorio que separaba el imperio de los musulmanes en Al-Ándalus.
Pero la grandeza de Carlomagno no solo residió en su capacidad para conquistar. Fue también un reformador. Bajo su mando, se promovió la educación y las artes, se mejoró la administración del vasto imperio mediante la delegación de poder en los condes y marqueses, y se intentó unificar la moneda y las leyes. A este esfuerzo cultural e intelectual se le conoce como el Renacimiento Carolingio. Carlomagno entendía que, para consolidar un imperio, hacía falta algo más que soldados; era necesario crear una cultura común que uniera a sus súbditos.
Si bien, a pesar de sus logros, el imperio de Carlomagno tenía un fallo fundamental: dependía en exceso de la persona del emperador. La estructura política, aunque imponente, no tenía cimientos lo suficientemente sólidos como para resistir la tormenta que llegaría tras la muerte del gran emperador.
La fragmentación: Fontenoy y Verdún
El problema de los reinos medievales —y Carlomagno no fue una excepción— era la tendencia a dividir los territorios entre los herederos. A la muerte de Carlomagno, su hijo Luis el Piadoso heredó el trono, pero sus hijos no estaban dispuestos a esperar pacientemente su turno. Las tensiones entre los nietos de Carlomagno comenzaron a desgarrar el imperio.
El primer gran golpe al imperio llegó en el año 841, en la batalla de Fontenoy. Este fue un enfrentamiento brutal entre los tres hijos de Luis el Piadoso: Lotario, Luis el Germánico y Carlos el Calvo. Lotario, el mayor, pretendía mantener el control sobre todo el imperio, mientras que sus hermanos querían repartírselo. Fontenoy fue una carnicería que, aunque no resolvió las disputas, dejó claro que la división era inevitable.
Finalmente, en 843, los tres hermanos firmaron el Tratado de Verdún, que selló el destino del imperio carolingio. El tratado dividió el imperio en tres partes: a Lotario le correspondió el título imperial y una franja de territorios que incluía Italia y una estrecha franja que se extendía hasta el Mar del Norte, conocida como Lotaringia. Luis el Germánico se quedó con las tierras al este del Rin, lo que más tarde sería Alemania, y Carlos el Calvo recibió los territorios al oeste, lo que con el tiempo se convertiría en Francia.
Las consecuencias de la división
Con el Tratado de Verdún, el sueño de un imperio europeo unificado se desvaneció. Los conflictos entre los hermanos continuaron y las tierras de Lotario, esa franja estrecha que separaba los dominios de Luis y Carlos, se convirtieron en un campo de batalla constante. Este territorio, la Lotaringia, sería durante siglos un motivo de disputa entre Francia y el Sacro Imperio, y la región que más tarde conoceríamos como Lorena y Alsacia sería el centro de innumerables conflictos a lo largo de la historia.
Por otro lado, la división del Imperio Franco sentó las bases para la formación de los estados europeos modernos. Francia y Alemania, nacidas de la partición de Verdún, comenzarían a forjar su identidad nacional en los siglos siguientes, mientras que Italia, siempre fragmentada, no conseguiría su unificación hasta el siglo XIX.
Así terminó el imperio forjado por Carlomagno, no con un estruendo, sino con la fragmentación en Fontenoy y el Tratado de Verdún. Lo que había comenzado como un reino bárbaro en las tierras de la antigua Galia, y que había alcanzado la cima del poder bajo el liderazgo de un hombre extraordinario, terminó dividido, debilitado y convertido en el origen de los estados europeos modernos.
Como toda gran historia, el Imperio Franco es una lección de poder, ambición y fragilidad humana. Lo que Carlomagno construyó con sangre y gloria, sus descendientes lo desmoronaron con codicia y traición. Un imperio, como una casa mal cimentada, no puede sostenerse sin la unidad de quienes lo habitan. Y en el caso de los francos, esa unidad se perdió para siempre en los campos de batalla de Fontenoy y en las líneas trazadas en el Tratado de Verdún.
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