Cómo Roma se enfrentó al último heredero de los diádocos
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La batalla de Pidna fue el enfrentamiento decisivo entre la República romana y el Reino de Macedonia, que puso fin a la tercera guerra macedónica y a la dinastía de los Antigónidas, descendientes de uno de los generales de Alejandro Magno. La victoria romana supuso el fin de la independencia de Macedonia y el inicio de su dominio sobre Grecia y el mundo helenístico.
La batalla tuvo lugar el 22 de junio del año 168 a.C., cerca de la ciudad de Pidna, en el golfo de Tesalónica, al noreste de la actual Grecia. Se enfrentaron las legiones romanas, comandadas por el cónsul Lucio Emilio Paulo, y la falange macedonia, dirigida por el rey Perseo, hijo y sucesor de Filipo V.
La guerra había comenzado tres años antes, cuando Perseo, que aspiraba a restaurar el antiguo esplendor de Macedonia, se alió con varios pueblos vecinos y provocó el recelo de Roma, que temía su expansión y su influencia en Grecia. Los romanos, que ya habían derrotado a Filipo V en las dos guerras anteriores, decidieron intervenir para frenar las ambiciones de Perseo y proteger a sus aliados griegos.
Sin embargo, los primeros años de la guerra fueron favorables a Perseo, que supo aprovechar el terreno montañoso y las dificultades logísticas de los romanos para infligirles varias derrotas y retrasar su avance. Perseo contaba con un ejército bien entrenado y disciplinado, formado por unos 40.000 infantes y 4.000 jinetes, la mayoría de ellos macedonios, pero también con contingentes de tracios, ilirios y galos. Su principal arma era la falange, una formación compacta de soldados armados con largas lanzas llamadas sarisas, que podían resistir el choque frontal de cualquier enemigo.
Los romanos, por su parte, disponían de unas 30.000 tropas, de las cuales unas 20.000 eran legionarios y el resto aliados itálicos y auxiliares. Su sistema de combate se basaba en la flexibilidad y la movilidad de las cohortes, unidades de unos 500 hombres que podían adaptarse al terreno y a las circunstancias. Los legionarios llevaban espadas cortas llamadas gladios, que les permitían luchar cuerpo a cuerpo, y jabalinas llamadas pilos, que lanzaban antes de la carga para romper las filas enemigas.
El día que la falange se quebró ante las legiones
En el año 168 a.C., los romanos eligieron como cónsul a Lucio Emilio Paulo, un veterano general que había combatido contra Aníbal en Cannas y había vencido a los ligures y a los lusitanos. Paulo era un hombre severo, pero también justo y prudente, que supo ganarse el respeto y la confianza de sus soldados. Su objetivo era poner fin a la guerra cuanto antes, y para ello decidió buscar una batalla decisiva contra Perseo.
El rey macedonio, por su parte, confiaba en su superioridad numérica y en la solidez de su falange, y aceptó el desafío de Paulo. Ambos ejércitos se encontraron cerca de Pidna, una ciudad costera que controlaba el acceso al golfo de Tesalónica. Perseo desplegó su falange en una llanura, con la caballería en los flancos y la infantería ligera en la retaguardia. Paulo, en cambio, situó sus legiones en una colina, con la caballería y los auxiliares en los extremos, y esperó a que el enemigo avanzara.
La batalla comenzó con el intercambio de proyectiles entre la infantería ligera de ambos bandos, que pronto se retiró para dejar paso a las formaciones pesadas. La falange macedonia se lanzó contra las legiones romanas, que resistieron el impacto inicial y contraatacaron con sus espadas. Sin embargo, la presión de las sarisas era demasiado fuerte, y los romanos tuvieron que retroceder y reagruparse.
Fue entonces cuando Paulo aprovechó las ventajas de su sistema de combate. Ordenó a sus cohortes que se desplazaran por los huecos que dejaba el terreno irregular, buscando los puntos débiles de la falange, que se veía obligada a mantener una alineación perfecta para ser efectiva. Los legionarios lograron infiltrarse entre las filas macedonias, rompiendo su cohesión y provocando el pánico entre los soldados, que se vieron rodeados y acuchillados por los gladios.
La caballería romana, que había vencido a la macedonia en los flancos, se unió al ataque y completó la masacre. Perseo, que había combatido valientemente al frente de su falange, vio que todo estaba perdido y huyó del campo de batalla con unos pocos seguidores. La batalla había durado unas dos horas, y el resultado fue una victoria aplastante de los romanos, que solo sufrieron unas 100 bajas, frente a las más de 20.000 de los macedonios.
Las consecuencias de la batalla: el fin de Macedonia y el dominio de Roma
La batalla de Pidna marcó el final de la guerra y de la Macedonia de Alejandro. Perseo fue capturado poco después y llevado a Roma, donde desfiló en el triunfo de Paulo y murió en el exilio. Su reino fue dividido en cuatro repúblicas, que quedaron bajo el control de Roma y tuvieron que pagar un tributo anual. Diez años más tarde, una rebelión de los macedonios fue sofocada por los romanos, que anexionaron definitivamente Macedonia como una provincia.
La victoria de Pidna también supuso el inicio del dominio de Roma sobre Grecia y el mundo helenístico. Los romanos intervinieron en los asuntos internos de las ciudades griegas, que habían apoyado mayoritariamente a Perseo, y las sometieron a su autoridad. Algunas de ellas, como Corinto y Cartago, fueron destruidas por los romanos como castigo y como advertencia. Otras, como Atenas y Esparta, conservaron una apariencia de autonomía, pero perdieron su influencia y su esplendor.
La batalla de Pidna fue, por tanto, un acontecimiento histórico de gran trascendencia, que cambió el equilibrio de poder en el Mediterráneo y abrió el camino para la expansión de Roma hacia Oriente. Al mismo tiempo, supuso el fin de una época y de una cultura, la de la Macedonia de Alejandro y sus sucesores, que había difundido el helenismo por todo el mundo conocido.
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