Miles de años nos separan de unos ritos
no muy distintos a los actuales respecto al mundo funerario
Tumba con inscripción D.M.: "Dis manibus" |
En la antigua cultura romana, cuando una persona moría, su espíritu sobrevivía en el hogar pasando a convertirse en lo que se denominan manes, los antepasados familiares protectores del hogar. Los manes son un grupo de dioses menores vinculados a la gens romana, es decir, al linaje de las familias. También preservan las tumbas familiares, las cuales están consagradas a ellos y a la persona difunta respectivamente. (Deis manibus….” A los dioses manes…”) dentro del hogar se representaban a través de mascarillas o figuritas de pequeño tamaño. En el caso de las familias patricias se hacía a través de bustos.
Cuando se aproximaba la hora de la muerte de
la persona, se le tendía en la tierra
para rendir su último hálito a ella (Sit
tibi terra levis: “que la tierra te sea leve”) y a la vez se rogaba
por el enfermo a Proserpina, deidad romana vinculada a la muerte. El familiar
más inmediato del moribundo, unía su boca con la del enfermo para recoger su
aliento último, es decir, su vida y su alma. También era el que escuchaba las
últimas palabras que pronunciaba el enfermo, a las que se atribuía un valor
profético. Cuando el enfermo moría finalmente, se le depositaba en la tierra y
se le introducía una moneda en la boca bajo la lengua, como pago a Caronte para
portearlo en el más allá.
Las personas más allegadas al difunto lo
rodeaban y comenzaba el ritual de la conclamatio, que consistía
en llamar por su nombre al difunto a grandes voces. Como el difunto no
respondía es cuando se le daba oficialmente por muerto. A la vez también se
hacían ruidos con distintos objetos para alejar espíritus y despedirlo. Se
trataba de un rito antiquísimo y con una clase de doble sentido en cuanto a la
comprobación de que realmente la persona había expirado y darle a la vez una
ceremonia al fallecido.
A continuación las mujeres más cercanas
lavaban el cadáver, lo afeitaban, perfumaban y se embalsamaba en cierta manera
con miel, mirra o sal entre otras especias. Esta última tarea la realizaban los
llamados pollinctores,
unos hombres pertenecientes a los servicios de pompas fúnebres. Según la ley de
las XII Tablas, los esclavos no podían ser embalsamados.
Al rostro del cadáver se le hacía una mascarilla de cera fundida y después se esculpía en
mármol o bronce, para poder conservar así su imagen para siempre. Después el
cadáver era expuesto en una litera en el atrio un determinado número de días,
de tres a siete para los más nobles, según la importancia del fallecido y la
gente allegada que fuera a verlo. Las personas pobres eran enterradas en el
mismo día. Los pies se situaban mirando hacia la entrada y un esclavo abanicaba
el cuerpo para evitar los olores de la descomposición mientras la mujer lavaba
el rostro con un paño y agua repitiendo la conclamatio.
El cuerpo del difunto también iba vestido según su importancia o el cargo
que hubiera ocupado en vida. Podía llevar la toga viril, usada por los
ciudadanos, la toga praetexta
por los magistrados, la toga palmata
por los triunfos conseguidos o por conquistadores o la púrpura por los
censores. A la puerta de la casa se colocaba un ciprés o ramas de sabina para
indicar la presencia de un difunto dentro del hogar y como aviso al Pontifex Maximus para no
entrar en la casa y correr el peligro de quedar impuro.
La lumbre del hogar se apagaba y se encendían
cirios y alrededor se situaban las praeficae,
que dirigían a las mujeres de la familia y a todas las esclavas siendo las
encargadas de entonar los lamentos y lloros por el muerto, es decir, las
plañideras que conocemos actualmente. Su número residía según la importancia
del fallecido. Cuando una persona notable entraba a presentar sus respetos al difunto, la praeficae que mejor realizaba su función o
era la más lastimera se encargaba de llorar y cantar las alabanzas al muerto,
entonando lo que se llaman las nenias,
una clase de composiciones que se recitaban en las exequias del fallecido. En
algunos casos de exaltación llegaban a rasgarse las vestiduras, arrancarse el
pelo o incluso arañarse el rostro, constituyendo un auténtico espectáculo, algo
que más tarde se intentó corregir con la Ley de las XII Tablas regulando la
pomposidad en los funerales romanos.
Bibliografía
GUILLÉN, JOSÉ. Urbs. Roma I. Vida y
costumbres de los romanos. La vida privada. Ediciones Sígueme. Salamanca, 1977.
Autora| Rebeca Alonso Para
Vía| Ver Bibliografía
Imagen| Tumba
con inscirpción
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