De acuerdo con Cristina Calcagnini, para “caracterizar el inconsciente freudiano habría una fórmula: Dios no cree en Dios, que es lo mismo que decir hay inconsciente”
La democracia no cree en la democracia |
Así como, de acuerdo con Cristina Calcagnini, para “caracterizar el
inconsciente freudiano habría una fórmula: Dios no cree en Dios, que es lo
mismo que decir hay inconsciente”, las generales de la ley le corresponderían a
nuestras democracias representativas a las que podríamos comprender en sus
abismales filtraciones, en sus siderales vacíos, al adolecer ésta de la
convicción de creer en sí misma, que sería lo mismo que decir que hay un pueblo
a la deriva, desguarnecido, empobrecido, asediado por problemáticas
indignantes e inhumanas, privado de una institucionalidad que lo ordene,
bajo parámetros en los que se consensue un acuerdo que dote de sentido a esa
voluntad general con posibilidades de firmar un contrato social que se defina,
semántica como conceptualmente: de democrático.
“La ley misma no llega quizá, no nos llega, sino transgrediendo la figura
de toda representación posible. Cosa difícil de concebir, como es difícil de
concebir cualquier cosa que esté más allá de la representación, pero que obliga
quizás a pensar completamente de otro modo”. (Derrida, J. “La deconstrucción en
las fronteras de la filosofía”. Paidós. 1989. Buenos Aires. Pág. 122).
Esto mismo que parece orillar la obviedad de una tautología, es sin embargo
lo que en cada aldea que se define como democrática, sucede cotidianamente.
Queremos creer en la democracia, más no así en quiénes la representan. Esta
dislocación del sentido de lo político, nos define en cuanto a nuestra
paradojal, como palmaria, contradicción, que más que tal, se transforma en una contracción.
Contracción es un término clave. Gramaticalmente es cuando la pronunciación
de dos palabras origina una palabra nueva. Clínicamente es el trabajo de parto
que alumbrará más luego el nacimiento o la posibilidad de que este se dé.
Arriesgaremos en afirmar que en nuestra contracción democrática, dos
fuerzas antagónicas, sin ánimo de anteponerse una por sobre otra, pero en la
obligación de convivir armónicamente, se azuzan, cuando no se trenzan en una disputa
sin cuartel y sin final.
Nos gobiernan en nombre nuestro (del pueblo, de la ciudadanía,
garantizándonos libertad de expresión y libertad electoral o de voto, elección
u opción condicionada) sin que podamos hacer otra cosa que delegar en nombres
concretos tal poder. Caemos en la representación y desde ese momento dejamos de
creer en la idea de lo democrático en su estado puro. Hasta los propios
representantes, dejan de creer en el sistema que los ungió, como,
concomitantemente, en sí mismos. Retomando aquello de Freud que definió lo
inconsciente (dios descreyendo de sí mismo), nuestra transgresión (en la salida
a la representación, que plantea Derrida) no es lineal, directa u obvia (de
único camino). De ser así, viviríamos en estados revolucionarios permanentes,
en las reconversiones del orden establecido, a cada rato o de seguido. Sin
embargo, nos transgredimos, al montarnos en un teatro de operaciones (que ya es
una representación de la realidad) en donde hacemos de cuenta que creemos en lo
que no creemos. Vivimos en las interfaces de medios de comunicación, de la
virtualidad de redes sociales, que nos alimentan, contumazmente de qué
racionalmente, es imposible creer en los representantes de lo democrático (los
políticos), cuando en verdad, no creemos en la democracia, ni como forma, ni
como valor, apenas lo sostenemos como símbolo de aquello que transgredimos,
procaz como permanentemente.
Tal como veremos en la cita de Habermas, que recuerda una reflexión
de Marcuse, sí actuásemos con lógica, raciocinio, y dentro de los marcos
legales de la institucionalidad democrática, tendríamos que hacer uso del
siguiente derecho, en nombre de la democracia: “Apelar al derecho a la
resistencia es apelar a una ley superior, que tiene validez universal, esto es,
que trasciende el derecho y el privilegio autodefinidos de un grupo particular.
Y existe realmente una estrecha conexión entre el derecho a la resistencia y la
ley natural… Si apelamos al derecho de la humanidad a la paz, al derecho a
abolir la explotación y la opresión, no estamos hablando de los intereses de un
grupo especial, autodefinido, sino más bien y, de hecho, a intereses que pueden
demostrarse como derechos universales”. (Habermas, J. “La psique al termidor y
el renacimiento de la subjetividad rebelde”. Simposio Marzo 1980).
No nos afecta, no nos asusta, ni tampoco nos rebela, la pobreza, la
marginalidad o todo de lo que nos priva lo democrático. Nos quedamos, con la
transgresión de hacer de cuenta que creemos, en eso mismo (en la democracia
como expresión de un sistema que nos integre, que nos respete, que establezca
prioridades para los que se encuentren relegados en relación a los que no) en
que no creemos, dejándonos, normativamente, la posibilidad, de que nunca
usaremos, de elegir otro sistema que no sea el democrático, por la falla de
este en su integralidad y no en su conformación (adjudicar la culpa o
responsabilidad a la casta, la clase o la política).
La palabra representa un concepto, una idea, finalmente, una aspiración, un
deseo. Los cambios, las modificaciones, no se logran desde lo nominal, desde la
denominación de una cosa por otra, que finalmente nos siga significando lo
mismo, por el ruido de un significante que suene distinto.
Cuando, tengamos la posibilidad que la contracción democrática, nos depare
en el entendimiento de que la transgresión, como salida, la subversión como
instancia superadora o complementaria, la revolución del sentido a decir de la
poeta Alejandra Pizarnik, nos conmueva en la humana comprensión de que
“la rebelión
consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” recién en tal contexto
podríamos animarnos a creer que deseamos habitar bajo principios democráticos,
en el mientras tanto, hacemos de cuenta, actuamos tal convencimiento, y a veces
nos sale bien, la actuación, y otras no, tan solo esto es lo que define el
público, como el votante, con su aplauso, como con su voto, a sabiendas, sin
que lo que lo reconozcamos abiertamente, que asistimos a una teatralización de
la vida real o de una supuesta verdad representada, como democrática.
Vía| La política al diván
Imagen| Desmotivaciones
Edición| José Antonio Cabezas
Vigara
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