Orfeo, como tantos otros que osaron
extender la concepción limitada de libertad griega, fue atrozmente penalizado
Orfeo y Eurídice, del pintor francés Louis Ducis |
El mito es un habla sobre todo simbólico. Orfeo, como tantos otros que
osaron extender la concepción limitada de libertad griega, fue atrozmente
penalizado. Tal vez antes de su acto (de allí que este artículo poseyó un
título subyacente que rezaba del “acto al pasaje”) por el manejo
encantador de su lira, su castigo, hiciera lo que hiciese, ya estaba consumado.
Venció el mandato de la prohibición misma, la miró a su amada Eurídice, y allí
perdió en el mito, pero se inmortalizo como habla en el lenguaje de lo humano.
Miles de años después, un poeta, quién sino, dispuso que el orfismo fuese una
corriente artística que surcase la inmortalidad. En el maridaje fundador de lo
humano, entre música (la lira de Orfeo) y poesía (la creatividad de
Apollinaire) la sintonía que más cabalmente nos representa, sin la cual la vida
sería un error como anatematizo el filósofo, es ocluida, sin embargo, obturada,
sesgada, por las promesas de palabras que se deberían traducir en actos que
nunca se corresponden con lo prometido.
Psicoanalíticamente el pasaje al acto es una salida de la red simbólica, lo
que también implica una disolución de los lazos sociales. Según Lacan, sin
embargo, no hay en él, necesariamente, una psicosis subyacente; pero conlleva,
de cualquier manera, la disolución del sujeto, que, por un momento, se
convierte en un puro objeto.
En una asociación imposible como necesaria, la democracia es para la
política el pasaje al acto. El clivaje, el cribado, no en busca del
diagnóstico, sino de la comprensión del fenómeno, nos devuelve, el giro, el
retorno, la hibridación de lo que habíamos separado. La democracia sale de lo
simbólico de lo político, cuando el gobernante empoderado de los votos o del
apoyo que obtuvo en la elección, hasta ilegítimamente (mediante prebendas,
engaños, condicionamientos por dinero oscuro,) lleva a cabo acciones de
gobierno, claramente en contra de las mayorías y a favor de sus intereses
personales o facciosos. La democracia, en el pasaje al acto, a la
política, la convierte en puro objeto. Más luego la sacraliza, la
totemiza, como si fuese nada más que el acto sagrado de lo eleccionario, de lo
electoral, donde sabemos que en verdad, en el mejor de los casos se opta, pero
nunca se elige. El sujeto político, queda demolido, nos transformamos en el
tótem democrático, al que siquiera se puede criticar o mirar, de lo contrario
nos espera la penalidad órfica.
No propondremos nada nuevo, tampoco estamos impelidos a proponer, sin
embargo, nos surge como necesidad. Es que tal vez nuestra condición de sujetos,
en el amplio sentido del término, nos determine estar atados, sujetados a
cualquier cosa, a nuestra propiedad subjetividad, pero no a la mera
cosificación de nuestras posibilidades. Forcluyendo, encontramos, nos tomamos,
otra vez con Apollineaire, quién además de fundar el orfismo como arte, por
intermedio de su obra “Las tetas de Tiresias” nos señaló un camino, en su doble
significación, simbólica como real. La pieza teatral no solamente es una
posición anti machista, anti patriarcal, sino que cien años antes de lo que
tantos colectivos, con muy buena prensa, reclaman señala con heroico
vanguardismo, un método a seguir. La obra cuenta la historia de Teresa, que
cambia de sexo para obtener el poder entre los hombres. Su objetivo es alterar
las costumbres, rechazar el pasado y establecer la igualdad de sexos. Sin
embargo, el que sea una inversión, del mito de Tiresias, es el camino a retomar
y seguir. Aquello que está en otro lugar, que nos habla desde otros sentidos,
en otra sintonía, sea a la inversa o duplicada, es lo que creemos, amerita que
tomemos como camino o sendero.
Inverso el camino es. De hecho, lo podrán decir los filólogos, así leímos
las lenguas antiguas, declaradas muertas, en su dinámica, que nos siguen
significando, donde no encontramos la razón. La discursividad de lo cotidiano,
la seguimos transformando, en “emojis” en gráficos pequeños como instantáneos,
que nos privan de tantas lecturas, que nos privan de tanto.
El camino del acto al pasaje, en términos psicoanalíticos, sería algo que
se ensayaría de la siguiente manera: Yo estuve ahí, sí en ese infierno, del que
pensaba alguna vez salir. Los horizontes están ocluidos. Las lágrimas, en vez
de rodar, ascienden, pavorosamente a su vertedero. Ninguna acción producirá
ruptura. Las fronteras están disueltas. En el marasmo de sensaciones, el
aquelarre de los tiempos difuminados, siquiera brinda norte alguno. Tempestad
eterna. El absurdo es la vana razón de una esperanza, avergonzada, que ante
tanto dolor, se apiada de la expectativa y desaparece.
La sobredimensión del sentido, lo entendible y razonable en su máxima
expresión. Eso era, es y será todo. Lo accesorio seguirá a lo principal. Era
obvio, luego de tanta intensidad.
¿Y vos crees que me puede importar lo que vos opinas? Mi doctrina es tu
temor, tu queja constante y reprimida. Tus pesadillas, tu enajenación que no
puede ser disuelta ni por tus adicciones ni por los químicos, menos aún por la
acumulación de material.
Qué ruin pretensión, esa gloria etérea de conversar, tal vez discutir, o
hermanarte, con aquellos que reposan en una biblioteca, cincelados, sus nombres
también en el vacuo bronce de la historia.
Esta retahíla de palabras, son lo único que sostienen al autor con su
textualidad. Cada uno de nosotros tiene varias textualidades que conforman su
existencia. Algunas son más preponderantes que otras. En verdad, oscilan, se
van tensando, en un juego vertiginoso.
Existen momentos en los que uno está vivenciando la eternidad de su
finitud, los hechos son secundarios, siempre. Además que en verdad son
interpretaciones, o variaciones, modificaciones de lo sustancioso.
No podemos asumir que nunca acabará, que nunca acabamos, que en la
pretenciosa pulsión de eternizar el goce, banalizamos el pasaje al acto,
disolvemos esa divisoria fronteriza. Vivimos en el acto puro del deseo
cumplido que ya sabe que no en vano volverá a pretender, algo que de todas
maneras alcanzará.
Ni el útero es un diván, ni dios es papa. Una eyaculación se transforma en
semántica. El miedo al símbolo invoca a la disciplina, al régimen de la
autoridad. No cumplir, transgredir, con solo pensar, genera culpa, que somete a
la violencia instintiva de ser puramente acto.
Cuando entendamos, desde la fosa barrosa, en el horroroso muladar, de una
angustia profunda, que debemos hacer en verdad, el camino inverso. Del acto al
pasaje. No al revés, como indican los libros que inventaron nuestras histerias.
Enloqueceremos sanando, privándonos del doble rasero de una humanidad que
se excita inhumanamente en sus contradicciones más profundas.
Cuando descubramos que no tiene parangón el placer masturbatorio, como
regreso del acto, desistiendo de dar alumbramiento a una vida, por jugos
coitales mezclados, posiblemente tengamos derecho a decir que vale la pena
vivir.
Si no llegamos a entender que la muerte, es el no cese de los
acontecimientos, la conciencia en su variación, nunca tendremos posibilidad de
temerle realmente.
Nos da miedo la intuición incomprobable que esto seguirá ad infinitum.
Hacerse cargo de la vida no es nada sencillo, por ello nos enfocamos y nos
cegamos ante la vacuidad insostenible de esa muerte, de ese suicidio del
pensamiento de creer que no depende de nosotros. La primera y la última
eyaculación, son iguales, idénticas. Las diferencias, a las que nos aferramos nos
brindan la multiplicidad de creernos, individuos y diferenciados.
Intempestivamente encuentro que no hay voluntad, menos razón o
pretensión en estas palabras vertidas a lo comunicacional. Tal vez sean la
manifestación de la tempestad de la que imaginamos siempre escapar, o de la que
creemos guarecernos, pese a tener la frente empapada, tanto de agua, como de
sudor temerario y de esas sales que humedecerán el vertedero de donde saldrán
nuestros sucesores, siempre en la misma posición, en la misma condición.
A nivel político, el camino, el orfismo, del acto al pasaje, el regreso,
para salirnos del objeto muerto (en que cayó el sujeto político, merced a lo
democrático), sería bajo la misma lógica, en verdad sintonía intuitiva, antes
que lógica, elegir antes que votar, multiplicar las elecciones, hacerlas
verdaderamente tales, votar, como sucedáneo, como aspecto ulterior. Que
elijamos antes de ser convocados (sin ser autorreferenciales pero hemos
propuesto por ejemplo el voto anticipado), muchas veces y no la única o las muy
pocas, cada cierto tiempo en esas ceremonias totémicas. Invertir el andamiaje
del sentido mismo de la dirección, hará que suene en el lugar menos pensado. La
política, llámese democrática o como fuere, tendrá más que ver con nuestra poética,
con nuestras danzas, que son los elementos públicos y consensuados de la
palabra.
Imagen| Pinterest
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