El
brillante discurso de Clara Campoamor y su infatigable trabajo parlamentario
Discurso de Clara Campoamor |
Es
habitual en estos artículos preparar una pequeña disertación sobre alguna época
o anécdota curiosa de la Historia
que pueda llamarnos la atención a la vez que servirnos para aprender. Sin embargo, hay
ocasiones en que los hechos no necesitan de ningún añadido por nuestra parte,
porque las personas que los realizaron son tan absolutamente elocuentes por sí
mismas, que cualquier intromisión por nuestra parte resultaría, sencillamente,
ridícula.
Sería
de justicia que nos acordáramos todos los días del año, pero en el mes de marzo,
coincidiendo con los actos relacionados con el Día Internacional de la Mujer,
quizá cobra más sentido que todas y todos recordemos cómo en este país, una abogada madrileña consiguió lo que
hasta aquel momento fue impensable (y tristemente durante unas largas y
oscuras décadas ignorado de nuevo): el
voto femenino.
Por
ello, hoy nos vamos a proponer que todas y todos leamos y reflexionemos con
suma atención un fragmento del discurso
que dio ante las Cortes el día 1 de septiembre de 1931 Clara Campoamor. Diputada de la Segunda República por el Partido
Radical por Madrid, miembro de la Comisión de Constitución, abogada y mente brillante donde las haya.
Dicha Comisión parlamentaria trabajó con gran intensidad, y Clara Campoamor
había pedido a su partido que la designara para la misma, argumentando que iban
a ser discutidas cuestiones fundamentales para la mujer y el niño y por tanto
debía estar presente una mujer partidaria de esas concesiones. El partido no
puso ningún reparo y la designó, lo que posteriormente, y precisamente por la
concesión del voto a la mujer, provocaría graves enfrentamientos entre la
diputada y su formación política. De todo ello tenemos testimonio más que
suficiente en sus propios escritos, en
los que refleja sus reflexiones, sus decepciones con sus propios compañeros
de partido, con el sistema que nos relegaba y negaba una y otra vez un derecho
propio e inexcusable. Pero sobre todo, tenemos un testimonio valiosísimo e ilustrativo para aquéllas personas a las
que nos gusta la política y cómo se hace desde dentro, de cómo funcionó la Comisión parlamentaria que elaboró la Constitución
de 1931: cómo se debatió, se plantearon las sucesivas votaciones, las
negociaciones dentro y fuera de las mesas... política en estado puro. Este testimonio, así como las actas y
discursos, las tenemos en la obra que la propia Campoamor nos dejó, El voto
femenino y yo. Mi pecado mortal, cuya
lectura recomendamos encarecidamente.
Disfrutemos
de sus propias palabras. No recogemos el discurso entero por la naturaleza de
este artículo, pero en la bibliografía están todas las referencias para aquéllas
que quieran disfrutar de él en su totalidad. Reproducimos algunos de sus fragmentos más emotivos, brillantes,
contundentes y locuaces, como sólo ella fue capaz de debatir y argumentar. Vivimos momentos de irritante escasez de
altura de los debates del Parlamento, escuchando a políticos constreñidos por la necesidad de condensar su mensaje en
aquello que puede caber en un titular de informativo. O algo peor, en un tweet. Vivimos una especie de política
espectáculo la mayoría del tiempo decepcionante. Por eso, una vez más, repito:
dejémonos llevar por el discurso contundente y brillante de Clara Campoamor sin
añadir nada más. Y, desde esta humilde plataforma, aprovechar para agradecerle
el gran avance que fue para la sociedad, pero sobre todo, por ser una figura inspiradora como pocas. Gracias.
Foto de Clara Campoamor |
El discurso del 1 de septiembre de 1931: la primera vez que
una mujer interviene ante la Cámara
(...) Desde la mitad
del siglo XVIII, en que el constitucionalismo lo que hace es alejar la fórmula
para las reivindicaciones del tercer estamento, desde entonces, toda
Constitución (más cuando obedece, como ésta, a un momento revolucionario), es
una reparación; toda Constitución tiene
un principio democrático, al que no puede sustraerse el legislador, y lo
mismo que con el sufragio universal ante el cuarto estamento ya no hay clases,
en el principio democrático puro tiene que reflejarse esta justicia que es
siempre una Constitución; en el
principio democrático, en el derecho constitucional, tiene que entrar la mujer
que fue eximida del triunfo del tercer estamento, que fue apartada del triunfo
del cuarto estamento. ¿Vais a crear un quinto grupo que tenga que luchar por su
derecho dentro de un falso constitucionalismo democrático?
(...) ¡Ah! es, se dice, el
peligro del voto de la mujer, que puede dar el triunfo a la Iglesia. Yo les
diría a estos pseudoliberales (Un señor diputado pide la palabra) que debieron
tener más cuidado cuando durante el siglo XIX dejaban que sus mujeres
frecuentaran el confesionario y que sus hijos poblaran los colegios de monjas y
frailes. (Aplausos.) Pero, además, les digo que eso no es cierto, porque basta
examinar las opiniones de diversos hombres, tratadistas o no, para ver que cada
uno da la interpretación que le parece al voto de la mujer. Ya es Barthelemy
cuando nos dice que la mujer votará exactamente igual que el marido; ya es
Inglaterra, demostrándonos que la mujer vota con los laboristas; ya es el Sr.
Osorio y Gallardo, cuando nos decía en su voto particular del anteproyecto, que
el voto de la mujer casada llevaría la perturbación a los hogares. Poneos de acuerdo, señores, antes de
definir de una vez a favor de quién va a votar la mujer; pero no condicionéis
su voto con esperanza de que lo emita a favor vuestro. Ese no es el
principio. Pero, además, pónganse de acuerdo los que dicen que votará con la
derecha con los que dicen que votará con la izquierda; pónganse de acuerdo los
que dicen que votará con el marido con los que dicen que llevará la
perturbación a los hogares. Señores, como ha dicho hace mucho tiempo Stuart
Mill, la desgracia de la mujer es que no
ha sido juzgada por normas propias, tiene que ser siempre juzgada por normas
varoniles, mientras no entre abiertamente por el camino del Derecho, y
cuando llega a última instancia, todavía tiene que ser juzgada por su
definidor.
Dejad
que la mujer se manifieste como es, para conocerla y para juzgarla; respetad su
derecho como ser humano; pensad que una
Constitución es también una transacción entre las tradiciones políticas de un
país y el derecho constituyente, y si el derecho constituyente, como norma
jurídica de los pueblos civilizados, cada día se aproxima más al concepto de la
libertad, no nos invoquéis el trasnochado principio aristotélico de la
desigualdad de los seres desiguales; todavía no nos habéis demostrado que
podéis definir la desigualdad, porque con esa teoría se llegó en los tiempos a
decir que había hombres libres y que había hombres esclavos. Recordad, además,
la afirmación de Hegel cuando dice que toda la Historia es un devenir hacia la
conciencia liberal y cuando nos dice también que Oriente, supo que era libre
uno, que Grecia y Roma supieron que lo eran unos pocos, pero que sólo nosotros
sabemos que lo somos todos. El hombre
específicamente es libre, y en un principio democrático no puede ser
establecida una escala de derechos, ni una escala de intereses, ni una
escala de actuaciones. Dejad, además, a
la mujer que actúe en Derecho, que será la única forma de que se eduque en
él, fueren cuales fueren los tropiezos y vacilaciones que en principio tuviere.
Y, por último, perdonad, señores diputados, que os haya
molestado con esta digresión. Era mi deber. Momentos habrá cuando se discutan
los votos particulares, en que yo, cumpliendo este mismo deber, eleve aquí mi
voz.
Sólo voy a haceros un pequeño recuerdo. Esta historia de la lucha de los sexos es tan vieja como el mundo.
Mi espíritu se regocijaba días pasados cuando por pura casualidad caía en mis
manos una demostración de que no estamos discutiendo, ni hoy ni hace años, nada
nuevo. Es aquella vieja leyenda hebraica del Talmud que nos dice que no fue Eva la primera mujer de Adán, que la
primera mujer dada a Adán era Lilith, que se resistió a acatar la voluntad
exclusiva del varón y prefirió volver a la nada, a los alvéolos de la
tierra; y entonces, en la esplendidez del Paraíso, surgió Eva, astuta y dócil
para la sumisión de la carne y del espíritu. De las diecisiete Constituciones
dadas después de la guerra, tan sólo Rumanía, Yugoeslavia, Grecia y Turquía
niegan o aplazan el voto de la mujer; todas las demás lo reconocen; es Turquía
aquella que está más en paralelismo con ese voto particular. Es que los hombres
de esos países, en esas Constituciones, han reconocido ya que no ganó nada Adán
con ligarse, en vez de a la mujer independiente, de voluntad propia y de
espíritu amplio, a la Eva claudicante, astuta y sutil para la sumisión de la
carne y del espíritu.
Pero además, y para terminar, hay algo que me importa mucho
más en esto. Yo hago un distingo preciso
entre mi sentimiento ciudadano y el sentimiento de sexo, ambos potentes y
poderosos, pero el primero acaso más. Yo pienso y me enorgullezco de que en
España, cuando tantas veces hemos rechazado el falso patriotismo, hoy
reconocemos, cuando el patriotismo se asienta en nuestra verdad y no en las
ficciones de enfrente, cómo sentimos la Patria y cómo la amamos. Yo me he regocijado pensando en que esta
Constitución será, por su época y por su espíritu, la mejor, hasta ahora, de
las que existen en el mundo civilizado, la más libre, la más avanzada, y he
pensado también que ella será la continuación de aquel decreto del Gobierno
provisional que a los quince días de venir la República hizo más justicia a la
mujer que la hicieron veinte siglos de Monarquía. Pienso que es el primer país latino en que el derecho
de la mujer va a ser reconocido, en que puede levantarse en una Cámara
latina la voz de una mujer, una voz modesta como ella, pero que nos quiere
traer las auras de la verdad, y me
enorgullezco con la idea de que sea mi España
la que alce esa bandera de liberación de la mujer, la que diga a los
países latinos, a los únicos que se resisten, acaso por ese atavismo católico
de que hablaba antes; que diga a los países latinos cuál es el rumbo que debe
seguir la latinidad, que no es algo ajeno ni extraño a todos los demás países.
Y yo digo, señores legisladores; no dejéis que ese airón latino caiga en el
barro o en el polvo de la indiferencia, no dejéis que sea otra nación latina la
que pueda poner a la cabeza de su Constitución, en días próximos , la
liberación de la mujer, vuestra compañera. (Grandes aplausos)".
Bibliografía
Campoamor,
Clara, El voto femenino y yo. Mi pecado
mortal, Madrid, Editorial Horas y Horas, 2010.
Fagoaga,
Concha y Saavedra, Paloma, Clara Campoamor, La sufragista Española,
Madrid, Dirección
General de Juventud y Promoción Socio-Cultural, 1981.
Autora| Patricia
Aguilar Moya
Vía| Ver bibliografía
Imagen| Clara Campoamor
(El País), Clara Campoamor (Wikipedia)
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