El remedio democrático, en
su función de placebo, debe demostrar, cada tanto, su inutilidad para que
creamos que deseamos dejar de estar enfermos
El remedio democrático, en su función de placebo, debe demostrar, cada tanto, su inutilidad para que creamos que deseamos dejar de estar enfermos |
Volvió a producirse el síntoma. Tal vez en el mejor momento,
cuando el paciente, creyéndose sano, amenazó con extraviarse en jornadas dionisíacas de exceso,
abotagado de circunstancial sanidad, se sintió envalentonado por la soberbia de
haber creído que, sintiéndose vencedor de la enfermedad que lo aqueja, le daría
derecho y sobre todo, posibilidad, para parársele a la muerte misma. La fiebre
le volvió a subir, el escozor regreso y las remembranzas no sólo que son
obvias, sino conducentes. La cuestión de fondo, la enfermedad de base, no sólo
que sigue presente, sino que nunca fue tratada ni diagnosticada. A ningún
médico le podría alegrar la descomposición de un paciente, sin embargo, muy
dentro suyo, a esté, no le convenció nunca la supuesta recuperación, mágica y
sin precedentes, del enfermo que creyó que se curaba por tan sólo cambiar de
médico, o en el mejor de los casos de tratamiento o medicamentos, sin el debido
diagnóstico previo y exacto.
El médico en su intuición de tal y en la humildad de reconocerse limitado, sabía que algo nunca había
dejado de estar mal, pese a que en la apariencia, el vigor saludable pretendía
indicar otra cosa. La sana convicción de lo irremediable, en este caso, nos
concede una ineluctable certeza, cortar por lo sano sería que paciente como
médico, tanto como familiares e instituciones medicinales, como la ciencia
misma, nos encargáramos, alguna buena vez, de las razones fundamentales de una
enfermedad, no que nos matará (es lo de menos, morir es el horizonte obligado)
sino que nos hace vivir enfermos; lo trémulo de tener tantos pobres y
marginales, a quiénes los beneficiarios del sistema que los enajena, nos
creemos en el portento de representarlos con derechos y en el nombre de su
dignidad y sus sufrimientos.
No puede, debe, caber posibilidad alguna, para que sinceramente
creamos que desde nosotros mismos saldrá la fórmula, el método, el sistema,
mediante el cual concibamos un mundo en donde los que no tienen, o apenas lo
consiguen, para comer, serán incluidos por un algoritmo que así lo determine.
Son ellos los que podrían, al menos tienen el derecho o la autoridad moral para hacerlo, los que deberían
poder hacer algo al respecto. Sin embargo tal culto a la libertad, tal vez en
extremo, sea contraproducente. Dejarlos en la intemperie de la imposibilidad no
es más que condenarlos a las esposas de una cruel esclavitud, en donde los
observamos morir, procazmente o libertinamente. Aquí es donde la aporía nos
toma por asalto, algunos no dudan, en armas tomar, es decir realizar cualquier
tipo de acción que signifique, soltar al pobre o marginal de tal hesitar, del
significativo encadenamiento, para conducirlo a lo que el oportuno liberador
considere que es lo mejor. Pese a que esto sea, sobre-representarlo, tutelarlo
en demasía, por más que incluso lleve consigo al imposible de respetar el deseo
del otro de querer pasar sus días en la inanición más irredenta y disoluta.
El problema se agrava cuando damos cuenta que el deseo surge siempre a partir de cómo
repercutirá lo que deseamos en ese otro, para el cual estaremos deseando y al
que jamás reconoceremos como fuente de nuestro deseo. Es decir el deseo es
nuestro por más que no nos pertenezca. La vida no nos pertenece, sin embargo
nos aferramos a la vacuidad de la idea o la sensación de que alguna vez tenga
que ver con lo que queramos hacer con ella.
Ese otro que puja por comer, tal vez nos esté devolviendo en la
solemnidad de su pobreza, la estulticia descarada de nuestro modo de ser en el
mismo mundo en donde ambos no somos ni por asomo las dos caras de una misma
moneda o los roles intercambiables de médico y paciente, que tanto entusiasman
a nuestras crónicas, como a nuestras ansiedades y expectativas.
El deseo de lo democrático,
que recorre todas y cada una de las problemáticas sociales, de las diferentes
aldeas occidentales, como ríos subyacentes, no son más que expresiones que
ratifican que el deseo es siempre el nuestro, el de las personas que hemos
comido, que comemos y que seguiremos comiendo, tratando de apostrofar toda la
ausencia de los otros pobres y marginales. En la pobreza de estos encontramos
nuestra magnanimidad, en sus ausencias, dolores y quejas, la razón de ser, de
nuestras esperanzas y expectativas.
El mayor mal, o la cruel
enfermedad, es que a sabiendas que con el remedio democrático, lo único que
hacemos es postergar, o sepultar la posibilidad de que el paciente sepa cuál es
su afección, sostenidos en la supuesta convicción de que tal vez sea lo mejor
que le pueda llegar a pasar, es decir que no sepa que le está pasando, porque
nosotros así lo determinados.
Finalmente, tal como la razón de ser de lo deseable, nosotros
tampoco sabemos que es lo que queremos, posiblemente, estemos eligiendo, tan
solo no ser pobres, de allí que necesitemos esos pobres como reflejo (como
presencia disuasiva), para que nos sea un poco más soportable esto de no saber
que querer, tan sólo conformarnos con no ser lo son esos otros, a los que
sostenemos, para que nos sostengan.
El remedio democrático, en su
función de placebo, debe demostrar, cada tanto, su inutilidad para que
creamos que deseamos dejar de estar enfermos. Una enfermedad que nos confirma
que algún día podríamos vivir sanamente, pero sin prescindir de remedios.
Poder traducir concreta y fehacientemente qué es lo que deseamos (sí ser habitantes de un mundo donde quepan
otros, donde estos excedan o donde los necesitemos en grado de parias) tal vez
nos conduzca a nuevos sitios en donde la semántica o la nominalidad sea lo de menos
y con ellos encontremos el sentido, o la razón de ser en el contenido. La
realidad democrática de nuestras aldeas, se parece al enfermo al que
diagnostican con “Sarpullido Inglés” de lejos parece sarna, y de cerca es.
Vía| Filopolítica
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