El dolor nos desapega de
la vida, el dolor nos prepara para nuestro último y liberador responso: la
muerte
Que parezca un accidente |
El dolor nos desapega de la vida, el dolor nos prepara para nuestro
último y liberador responso: la muerte.
El dolor, cuando se consustancia con quién lo padece, cuando se marida,
enfermiza como encarnizadamente con el cuerpo mediante el cual se desplaza, desarrolla
y finalmente se desprende, construye el camino obligado, anestésicamente, el
puente llamado de que somos un ser para la muerte.
Tomás tuvo la suerte de
sentirlo de chico, de enfrentarse al horror, sin alguna otra arma alguna
que su inocencia violada, una y otra vez, por la faceta más execrable de la
condición humana. Tomás cómo reacción, como mecanismo, como lágrima
inconfesable, se orinaba de niño, también se orinaba de grande. Se le rieron
los adultos primero, padres, maestros, como pares, más luego los rectores de
ese mundo que perversamente, permitía y gozaba que abusaran de niños como él,
para luego, celosamente, imprimirle reglas, imponerle métodos, para que ese
adulto olvidara como había sido tratado de niño y que fuera con estos. ¿Cómo
habían sido con él?
A Tomás le costó mucho, o mejor dicho no le costó nada. Cada
golpe, cada dolor, cada vejación a su alma, era resistido merced a la ausencia
de esa justicia tan anhelada, a ese dios
profundamente ausente, a ese mundo tan hostil para alguien que no había
pedido nacer, o siquiera ser arrojado a tal lugar. Tomás en algún momento
descubrió su bálsamo, la idea que pudiera sostenerlo ante tanto martirio, esos
cinco segundos de tranquilidad que le imploraba a ese firmamento, mudo,
indiferente, cómplice.
Tomás encontró en la muerte, a su madre, a su esposa, a su
hija, a su diosa eterna que algún día le
haría olvidar la traumática experiencia de su vida, que lo cubriera,
finalmente, con una aterciopelada manta negra y lo condujera a la fugacidad del
infinito. Tomás se permitió instantes, oasis de placer, en donde se equivocó,
en donde daño, en donde se manifestó, traviesamente, a sabiendas que la cita
final con la muerte no lo redimiría de todo ni mucho menos, sintió culpa,
miedos varios y sobre todo, ansiedades que lo hacían caer en contradicciones.
Durante un período el
coqueteo con la muerte, le resultaba sublime. Al sentirse tan próximo a
ella, al pensarla cotidiana como obsesivamente, se permitió todo tipo de
excesos, de posiciones al límite que lo hicieron vivir intensamente.
De a poco, sin darse cuenta, se fue despojando de todo aquello
que lo retenía inercialmente. Tomás fue
deconstruyendo su propia vida. Se fue vaciando de sí mismo. Lo dijo todo,
lo escribió, lo gritó, lo conferenció, se lo rechazaron, se lo aceptaron, lo
ningunearon, lo aplaudieron, lo reconocieron, lo olvidaron, lo tomaron, lo
interpretaron, lo difamaron, lo citaron.
La partida de ajedrez
con la muerte, era su vida completa, no un instante de ella o una aporía que
definiera el número de un sello. Un buen momento, supo que estaba ante el
último movimiento. No le sobrevino ni la angustia, ni la tristeza, ni la infelicidad.
No se trataba del pasaje al acto, de un salto, de un cruce de línea. Fue
simplemente el normal desenvolvimiento de un proceso natural que todos los
humanos lo atravesamos, necesariamente en nuestra condición de tales.
Tomás, como algunos otros, tuvo esa ventaja, esa prerrogativa,
el privilegio de ser acunado por la muerte, le brindó el saber cuándo lo
inapelable se traduciría en el ensordecedor silencio que reina en el onírico
mundo de las alquimias.
No sintió calor ni frío, nunca
tembló. Condujo el vehículo, hacia las afueras, a la desolación de la zona
rural. Caía la noche, el rojo atardecer se eclipsaba con las mortecinas luces
de zonas postergadas por la civilización. Se detuvo en la gasolinera con
autoservicio. Bajo, muy seguro de sí, pleno, íntegro, lo embargaba una extraña
felicidad.
Pidió un café, apenas cortado con leche. Compró un habano, un
cigarro, tabaco presurizado. Se sentó afuera, contempló el fin de la tarde, el
ocaso del sol. Encendió el puro, cada exhalada la vivió como un clímax, como un acabose sexual. Envío el último
correo electrónico, subió el último posteó. Le devolvió al mundo la última vez
que lo observaría, mediante su formulación de palabras. Fue la única vez que le
gusto lo que escribió y que no pensó en lo que pensarían o que harían, con ello
los demás.
La crónica oficial expresaría que Tomás se accidentó mortalmente
aquella tarde-noche. La muerte lo lloró, desconsoladamente, pocas veces le
sucedía, pero cada tanto se topaba con esos especímenes, a los que le agarraba
cierto cariño, cierta predilección. La
muerte lo extrañó, al punto que cuando cede, milagrosas extensiones,
inexplicables agregados temporales a los que parecen entregados a su manto, se
dice que está pensando en seres como Tomás, que se queda detenida en los
recuerdos de duendes como él, que danzaron tan bien con ella que por instantes
le hicieron olvidar que era la mismísima muerte o que la invitaron a pensar que
tal vez pudiera ser mucho más piadosa con ciertas vidas humanas en la compleja
experiencia de la humanidad.
Vía| Liverdades
Imagen| Ajedrez
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