'Una
fiesta cualquiera, un desfile o una entrega de banderas o algo por el estilo,
les hace abandonar el frente y marcharse a la retaguardia'
Argos decía en La Voz que los falangistas desoían la disciplina militar de Franco |
Como niños jugando a
las tabas andaban los franquistas por España en 1936. Así, un artículo que se
había publicado en La Dépêche de
Toulouse relataba cómo era el comportamiento del franquismo, tanto dentro
como fuera de las fronteras españolas. El Caudillo, se escribía entonces, era
de sobra consciente de que, sin apoyo exterior, ganar España era igual de difícil que entablillar la pata de un
unicornio. Necesitaba, por tanto, legitimar sus actos en Europa y donde
hiciese falta.
Pero no pudo, decía La Dépêche, y por eso se lió a enviar
embajadores a derecha e izquierda, lo mismo daba: «Merry del Val fue enviado a Londres y Quiñones de León a París,
además de una pléyade de embajadores de pequeña categoría que pululan por las
diferentes capitales europeas cosechando fracasos».
En relación a este
universalismo, es sabido que parte de Europa se pasó el pacto de no
intervención por donde la espalda pierde su nombre. Alemanes, italianos,
portugueses y africanos engordaron el Ejército Nacional franquista durante la
Guerra Civil española. Un alboroto hasta arriba de heterogeneidad en el que no
tardaron en explotar las pertinentes pataletas que se suelen dar en todo patio
de colegio. Y hubo una pieza dentro de este puzle de nacionalidades, de este corro de la patata con fusil y chamberga,
que desató el llanto por encima del resto: los falangistas, «las tropas más
indisciplinadas».
Hacía
frío en Burgos
Al parecer, fueron a lo
suyo, como el Duero. Argos decía en La
Voz que los falangistas desoían la disciplina militar de Franco, que iban y
venían desde la vanguardia a la cola según viesen por dónde salía el sol: «Una fiesta cualquiera, un desfile o una
entrega de banderas o algo por el estilo, les hace abandonar el frente y
marcharse a la retaguardia, de donde no volverán a salir hasta que les parezca
bien». Superado por esta indisciplina, Franco, cuenta el diario, se vio obligado
a tirar de los regulares.
Por su parte, Burgos,
la heladora de España, fue el némesis de los soldados extranjeros que
batallaban en las tropas franquistas. Burgos y las puntas de temperatura que se
alcanzaban en madrileñas Somosierra y Guadarrama, un vaivén de mercurio que
daba fuerte al reumatismo y la
tuberculosis, y que tocaba los ojos. Se lee en La Voz que «las refracciones solares sobre las nieves ocasionan
numerosas enfermedades en la vista, especialmente la iritia y la conjuntivitis».
Es lo que tiene la guerra, que no espera a las amapolas.
Autora| Virginia Mota San Máximo
Vía| BNE
Imagen| Bidicam
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