¿Persiguieron
los republicanos a los sacerdotes por la mera cuestión de serlo o por su
condición de adeptos al franquismo?
La Iglesia católica
también sufre la furia de la guerra. Lógico, andan por ahí. Perdonándose de
antemano el simplismo de la afirmación, y siempre teniendo en cuenta que el
peso de la balanza está lleno de
excepciones, Hugh Thomas resumió la degollina de la Guerra Civil en una frase
muy elocuente: «En una zona se fusilaba a maestros de escuela y se quemaban
casas del pueblo, y en la otra se fusilaba a sacerdotes y se quemaban
iglesias».
Entre escapularios, el
desapego de las dos Españas. Porque, según la tierra en la que dejasen su
aliento, los curas de la Guerra Civil han
tocado cielo como mártires o no. Así de sueltas bailan las cifras: algo más
de 6.800 muertes de religiosos contó Antonio Montero Moreno para el bando
republicano, mientras que es un número indeterminado de ellos —menor, eso sí, y
con nombres propios— los que se derrumbaron ante las balas franquistas.
Homogeneidad, ¿dónde has quedado?
Los hubo, republicanos
predicadores de la fe que quisieron, por convicción o naturaleza, vivir la
guerra en el otro lado, que era el enemigo. Existieron igual que también lo
hizo una división interna e inaguantable
que lanzó por el precipicio la victoria republicana en la Guerra Civil
española. Entre ellos, «un cura que, aunque sin sotana y teja, es tan cura como
el que los lleve».
Leocadio
Lobo era «un
auténtico sacerdote católico» para El
Mono azul, un ansiado barcal en el que muchos salvaguardaron su fe
católica.
En 1938, Lobo oficiaba la misa en su casa de Madrid.
A diario y hasta para cien personas, muchas de las cuales escuchaban los oficios
desde el pasillo. The war in Spain,
que ocupó varios de sus números con las andanzas de este cura, escribe que
también se ofrecía el bautismo a todo aquel que quería remojar a sus hijos en
agua bendita: «El sacerdote acababa de bautizar a una niña, dándole el nombre
de María del Milagro», contaba la publicación por esas fechas.
Volviendo a la
homogeneidad, el cardenal de Toledo, Isidro Gomá, dio candela a la maquinaria
de la propaganda durante lo que denominó como ‘cruzada’. Fue así como corrió de
boca en boca que 12.000 sacerdotes habían sido asesinados por la República
durante los cuatro primeros meses de la Guerra Civil. Se dice pronto. Sin
embargo, Lobo enseñó siempre su escepticismo y se mantuvo contrario a estas
cifras, puesto que, decía en The war in
Spain, él mismo recibía a diario noticias de curas que pensaba muertos pero
que en realidad no lo estaban: «No creo que ni siquiera el 3% fuese asesinado»,
sentenciaba entonces. Lobo fundamenta su porcentaje diciendo, en el nombre de Dios,
que a muchos de esos 12.000 los mató la
burocracia sin ellos saberlo, es decir, que sus nombres fueron obtenidos de
los ficheros policiales con alevosía y añadidos después a esa lista de
crucifijos finados. También por cuestiones de venganzas varias, algo que no
pasa de moda. Cosas de la política roja y parda.
De nuevo al contrario
que Gomá, Leocadio, que por el 36 era vicario de la madrileña parroquia de San
Ginés, aseguraba un par de años más tarde que la República nunca persiguió a los sacerdotes por la mera cuestión de serlo,
sino como hombres de política, solamente, como fascistas. No tenía nada que ver
el hábito o la cogulla. Y daba algún ejemplo: «Dos sacerdotes fueron
encarcelados durante muchos meses porque no se atrevieron a admitir que eran
siervos de Dios, siendo liberados en el mismo instante en el que se
identificaron como tales».
Confesionario en la Glorieta de Bilbao |
‘Izquierda’, demasiado plural
A contracorriente, el
cura se presentó un buen día en la redacción de Solidaridad Obrera. Era noviembre del 37, la primera vez que un
religioso metía la nariz dentro de aquel cubículo periodístico. Para la
publicación fue esta una forma de demostrar que la República no tenía ningún
tachado contra la iglesia en sí. También de poner distancia contra aquella marabunta de la izquierda que juzgaba al
cura por ser cura y no por político: «¡Qué lástima!, dirán algunos
reaccionarios de los que por ahí abundan. Con lo bien que nos hubiera ido que
lo hubiesen arrojado por la ventana. […] No les hemos complacido».
Cuando a Leocadio le
preguntaron por qué no estaba disfrutando de los privilegios que le hubiese
dado el franquismo, contestó a lo proletario: «Mire usted; yo soy miembro de
una familia que tuvo veintiún hijos, y mi padre ganaba siete reales diarios».
No hacía falta decir mucho más. Entonces Solidaridad
Obrera, haciendo gala a su nombre, vio en él la imagen de la justicia y de la lucha de clases, y terminó
considerando al padre Lobo como «un descendiente en la rama española del
sacerdocio católico».
Además, según declaró
Lobo y en contraposición a aquella propaganda de Gomá, por ejemplo, «el
Gobierno de Madrid ha reiterado a la prensa que la práctica libre de religión está permitida siempre que no se asocie
con la práctica política». Y para demostrarlo, de la mano de la Junta de
Protección del Tesoro Artístico, Leocadio Lobo visitó numerosas edificios
religiosos «respetados por el pueblo». Lo narraba con su propia pluma en Facetas de Actualidad Española en
septiembre de 1937. La custodia del patrimonio había salvado el arte incalculable,
el del populacho: «El Jesús de Medinaceli fué entregado por las milicias
comunistas a Margarita Nelken; la Confederación ha instalado en la Iglesia del
Carmen una preciosa exposición de estatuas y ornamentos; la Virgen de la
Almudena continúa intacta sobre su pedestal, aún habiendo sido utilizada la
iglesia para abastos».
Confesionario en la Plaza de Olavide |
A la calle con los confesionarios
Precisamente fueron
esos abastos los que colocaron los confesionarios en las calles y plazas
madrileñas. Ya no eran lo que fueron. Las iglesias de las que provenían
cambiaron de forma, giraron ciento ochenta grados por el bien de la República,
por su servicio. La práctica, se suele decir. Porque, ¿destruir para volver a
edificar lo mismo? No tenía sentido para
el Partido Comunista emplear dinero y tiempo en obras que, muy
posiblemente, no alcanzarían ni de lejos la perfección de los templos o de las
residencias de los religiosos abandonadas a su suerte. Por cierto que muchas de
estas últimas pasaron a ser hospitales, guarderías o escuelas laicas.
De este modo, y por los
lazos nostálgicos con los que se ata la Navidad, la Glorieta de Bilbao y la
Plaza de Olavide se acostumbraron a los ver sobre sus adoquines los confesionarios,
«recipientes de pecados, casi todos
ellos de sordidez», escribía Mundo
Gráfico en diciembre de 1936. Ahora ya no recogían los secretos de los
fieles, sus pecados, sino que servían para la solidaridad de aquellos que
quisiesen donar lo que fuera para los que peleaban en el Frente Popular, según
contaba el responsable de la Sección de Organización y Propaganda de aquel
Radio: «Nuestras camaradas han recaudado cada día de quinientas a seiscientas
pesetas».
También se reinventaron
los bancos de los templos y las cocinas.
Los primeros, en los centros de cultura, y las segundas, para dar pitanza en
los comedores populares.
Lobo se emocionaba con la
parroquia de Maravilas, con sus gentes, quienes, al reclamarles a un Jesús
crucificado, aseguraron que «ese no se le lleva; ese es nuestro; le mataron los facciosos de su tiempo por ser
bueno y amigo de los pobres». Compasivo y humilde.
Aquel ayer sigue
reverberando en el hoy, en la controversia de tratar Iglesia y Guerra,
misericordia y horror, en el enfrentamiento
por ver qué sacerdote fue traidor y cuál mártir, aunque los dos debiesen
predicar el mismo evangelio. Ochenta años han corrido, pero más que hablar del
muerto en sí, parece que es costumbre que el beato sea más beato —o menos—
dependiendo del lado que le quitó la vida. Y así no hay quien avance.
Autora| Virginia
Mota San Máximo
Imagen| Pinimg,
Biblioteca Nacional de España
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