Quismondo
revivió en la madrileña Plaza de Santa Bárbara. Allí, tres pisos de un mismo
edificio recogieron a centenares de quismondanos que reproducían en Madrid lo
que fue su pueblo en Toledo
El nuevo Quismondo nacido en los tres pisos de Madrid funcionaba como un auténtico pueblo |
Dicen que la guerra
purga la masificación terrestre, pero no aclaran por qué quien no tiene nada
que ver en el asunto se ve obligado a perder la vida. Cuestiones de mesura
cerebral.
Dejando a un lado las
particularidades de la lucha como tal, la Guerra Civil española fue un conflicto de los de libro, es
decir, el choque de dos ideologías donde se descuidó el hombre en sí. Es la
tónica general de la guerra, un par que luchan a costa de todo y de todos. Ande
yo caliente, se dice. La verdad es que, por compendio, no es más que el
descabello de la democracia y la asfixia del sentido común: llegado el momento
de prender el cañón, el instante se embuda únicamente hacia el enemigo dando de
lado a todo aquello que abre la boca alrededor.
El
quebranto de la guerra
Madrid, 1936.
Centenares de personas acuden a la capital de España en busca de consuelo vital. Son los evadidos de la Guerra, nombre
propio, llegados de los interminables horizontes meseteños, hombres rústicos
con la frente achicharrada por el sol del arado, mujeres con olor a puchero rendidas
por sus generaciones futuras, y niños, el candor que más ceba la vida, la
pureza de un garabato.
Estos huidos llegaban a
Madrid como los lobos de la camada, todos a una, esperando en colas infinitas a
ser fichados en el Ministerio de Agricultura. A finales de 1936, la República estaba sobrepasada de capital
humano, pero debía reagrupar a su gente bajo el techo que fuese de acuerdo
a sus propias capacidades. Porque aunque algunos se dedicaran a la milicia o a
la retaguardia, el perfil de los evadidos, por edad y sexo, no encajaba bien dentro
de las trincheras, no cabía. Lógico si el epicentro de la vida gira entre
aperos, familia y amapolas.
Así es que como también
tenían que comer en un momento en el que Madrid debía mirar hasta la última
peseta, la mano se le echó desde los pueblos vecinos que corrían por octubre
del 36 alejados del aroma marchito de la
pólvora. El vecino era entonces más que vecino, casi familia, por lo que se
acostumbraba a hacer el bien sin mirar a quien.
En este sentido, tender
la mano a alguien que rogaba a voz en grito mientras echaba su cuerpo fuera de
la diana belicosa era un acto altruista, y Quismondo no iba a ser menos. José
Quílez, el hombre que cubría la Guerra para Ahora,
escribe el 12 de septiembre de 1936 que el pueblo de Quismondo, paradoja, alojó a decenas de extremeños
ahuyentados por el ejército franquista, «y sin tasa se les dio comida, cama y
consuelo en su voluntario destierro».
Un
pueblo en tres pisos
La Guerra Civil llevó
hasta Madrid a casi todo Quismondo, un pueblo de Toledo que no tuvo más remedio
que quedarse en los huesos. Era eso o la
más que posible muerte. Así es que hasta la capital llegaron en camiones
para refugiarse con sus parientes, si es que los tenían. Porque entonces la
sangre limitaba sobremanera la vida cotidiana: si no se podía pedir el amparo
de la familia o de algún amigo, se debía buscar solución en posadas o
residencias, y eso costaba un dinero que no solía llenar los monederos de los
campos castellanos.
De la segunda forma fue
como el pequeño pueblo de Quismondo revivió en la madrileña Plaza de Santa
Bárbara. Allí, tres pisos de un mismo edificio recogieron a centenares de
quismondanos que reproducían en Madrid lo que fue su pueblo en Toledo. Es el
hábito de la supervivencia. De los tres domicilios, dos habían sido incautados por la Federación de Trabajadores de la
Tierra, y el tercero, por la C.N.T. Relataba Mundo Gráfico el 14 de octubre de 1936 que «han venido con el señor
alcalde a la cabeza, nada menos. Y con los concejales. Y con el médico. Y todos
han formado una comunidad apretada y cordial».
Los evadidos de
Quismondo, trigueros principalmente, aterrizaron en Madrid llevando consigo lo
que les permitía el momento. Si bien no pudieron cargar con todo el campo a las
espaldas, sí se acompañaron de algunos sacos de trigo y de su ganado, unas dos mil cabezas de ovejas y algún que otro
cerdo que gestionaban pacientemente y con muchísima diligencia según las
necesidades del día. España estaba en guerra, la economía estaba en guerra, y
así se mantuvo, escuchimizada, durante las décadas siguientes a 1936: «Como son
tantos los evadidos, tienen que comer, naturalmente, en varias tandas. Primero,
los enfermos. Después, los chiquillos. Más tarde, las mujeres. Finalmente, los
hombres».
El campesino, en Madrid
o en Toledo, siempre tiene su tierra entre los ojos. Paciencia y siembras, azadones deslomados y ventas al menudeo por
cuatro perras. Un trabajo extenuante en el que nunca se deja de sudar. En
la Plaza de Santa Bárbara, el labrador era exactamente igual al resto de
labradores, que las balas no cambian tanto. Por eso no se quitaba de la cabeza
la siembra. Era época de recoger el trigo. Si había suerte y este era bueno,
adornaría los yermos y revitalizaría el alma. El pan de cada día.
Pero una cuna no se puede mecer a 100 kilómetros de camino,
por eso algunos braceros no tuvieron más remedio que darse a la esperanza. Mundo Gráfico recoge las ilusiones de un
quismondano que ponía el plazo de recogida en los Santos y de otro que alargaba
la espera durante todo noviembre. Era difícil, puesto que hacía ya días que el
paso hasta Quismondo estaba bloqueado.
De hecho, la República
se coló en Quismondo el 27 de septiembre de 1936 dejando, según Solidaridad Obrera, 8.000 bajas franquistas que sucumbieron defendiendo una población
de vital importancia, «puesto que en caso de ser tomada la misma vería cortadas
sus comunicaciones». Allí estuvo hasta el 7 de octubre con la reprensión de la
luna.
Cuenta La Unión que el pueblo fue tomado junto
a otros que resistían a la derecha de la carretera de Talavera. Y aunque por
esa nocturnidad no se pudo realizar un parte fidedigno de los caídos por España
y del material incautado al enemigo rojo,
«se sabe que las bajas han sido considerables» y que, posteriormente, en
diciembre de ese mismo año, fue abatida una «sección de caballería mora que iba
en dirección a Madrid» entre Quismondo y Santa Cruz de Retamar, donde, por
aquellos días, el Ministerio de Marina español había anunciado, vía parte, el
bombardeo de posiciones franquistas en Carabanchel Alto y en un aeródromo al
norte de Torrijos, también en Toledo.
La lectura de la prensa histórica, en este caso la relacionada
con la Guerra Civil, además de poner de manifiesto que cada uno barre para su
casa demuestra la quijotesca importancia que todos, todos, dan a los finados
del otro bando.
Y
la colmena de toledanos
El nuevo Quismondo
nacido en los tres pisos de Madrid funcionaba como un auténtico pueblo. Las mujeres se organizaban para ejercer de amas
de casa ciñéndose a horarios de trabajo escrupulosamente diseñados por el
bien común. Tanto que, según Mundo
Gráfico, al final de la lista en la que se recogía el turno y la tarea de
cada una, y que se colgaba a la entrada de la cocina, se podía leer que «se les
advierte que no deben hablar mal de ninguna compañera». Paz ante todo, que
bastante guerra había ya en la calle.
Como no podía ser de
otra manera, este pueblo reedificado sobre sus bases de siempre incluía también
un patriarca municipal. El alcalde, como se dice más arriba, había encabezado
la evasión toledana junto a su equipo de gobierno. Emeterio García, que así se
llamaba, se encargaba en Santa Bárbara
de repartir paces y justicia, de embalsamar los desvelos de sus
parroquianos con atenciones varias, y de proveer aquella pequeña aldea urbana
de todo lo que impidiese el buen funcionamiento de la máquina. Lo dicho, paz
ante todo.
Con los
días pasando sin miramientos, los tres pisos madrileños de Quismondo
continuaron su historia vigilando de cerca la sombra de la guerra. Estos
hombres y mujeres, como tantos, terminaron, sin buscarlo ni quererlo, al
servicio del conflicto mismo, del hambre y del miedo, de las raciones
justas y de los temblores de corazón al mirar los ojos de sus hijos. Y se
alargó más allá de la bandera blanca.
Autora| Virginia
Mota San Máximo
Vía| Biblioteca Nacional de España
Imagen| Biblioteca Nacional de España
Vía| Biblioteca Nacional de España
Imagen| Biblioteca Nacional de España
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