Mujeres,
niños y ancianos que no podían colaborar con el Madrid que los veía llegar con
el campo cicatrizando en sus manos
Grupo de niños con una mujer sentados en la puerta de una casa haciendo pleita, Pedro Román |
Nada de desertores,
traidores o prófugos, los evadidos del 36 fueron imparciales de fusil que
quisieron dejar de temblar hacia la
guerra entera, la de una España y la de la otra. Al cabo, la huida del
hogar de toda una vida, el humilde, se presentaba entonces como un agua de
remedio.
Muchos fueron los
desterrados por los cañones. Para un daño colateral, para el inocente, en la
guerra no existe el fuego amigo. La bala
es bala, a secas. Fuera eufemismos. Por eso es que poner tierra de por
medio era en 1936 la única forma de conservarse fuera de peligro, en este caso,
tanto por el ejército nacional sublevado como por aquellos que ansiaban poner
en valor una baliza social para enfrentar, precisamente, ese enemigo
franquista.
Madrid necesitaba brazos
El madrileño Ministerio
de Agricultura recogía algunos de estos huidos involuntarios «de traza
campesina», como señalaba Mundo Gráfico
en octubre del 36. Hacían cola durante horas para que los funcionarios
registrasen sus datos en la enorme lista
que incluía todos los evadidos de las zonas de conflicto, de la Guerra
Civil española.
El ámbar que bañaba los
campos castellanos no se encontraba en aquel Madrid sobrado de plomizos.
Ninguna extensión estaba deshabitada y el trigo crecía solo entre las junturas
de los edificios, si es que se atrevía a empujar hacia el sol. Aquel año, por
lo tanto, Madrid desparramaba cuerpos
por sus cuatro puntos cardinales: «Esos millares de familias suponen un
aumento de importancia en el consumo de la población, y, en cambio, no dan
rendimiento ninguno, no trabajan».
La faena era
importantísima dentro de la coyuntura belicosa, es decir, había que apretarse
el cinturón además de poner las manos al servicio del país. Estos evadidos, mujeres, niños y ancianos en su mayoría,
no podían colaborar de forma activa en la ciudad que los veía llegar con el
campo cicatrizando en sus manos. Por eso había que buscar un agujero a la
congestión humana que sufría la capital.
Entonces el Ministerio
de Agricultura dio con un analgésico activo, el de emplear a estos hombres y
mujeres en aquellos trabajos para los que estaban capacitados, eso sí, en las
provincias dominadas por el Gobierno. Nada de Madrid, que necesitaba brazos. A
cambio, el Estado se encargaría de asalariarlos mientras que el alojamiento correría por cuenta de las
autoridades de cada una de esas provincias o pueblos, en su caso: «Y el
trabajo de los evadidos se convertirá, de este modo, en carbón, en harina y en
otras materias para el abastecimiento de Madrid».
Los
quince hijos y la guitarra
Suele ser común que una
mente en reposo remueva y ordene los recuerdos. Los huidos que llegaban a
Madrid por aquel año de 1936 tenían para largo en las colas del Ministerio.
Aprovechando la espera, muchos
clarificaban su vida pasada: «Yo tenía dos cerdos. Usted verá: a cincuenta
duros cada uno... Pero no nos dieron tiempo a recoger nada». Cada cual a lo
suyo. De entre todos, uno andaba a vueltas con la música.
Había en el edificio un
hombre de setenta años que lagrimeaba por su guitarra, por la que hacía diez
había pagado quince duros. Entre lamentos, sus convecinos, indignados,
reprochaban al anciano la banalidad que un instrumento de música tenía en esos
tiempos de guerra frente a las posesiones a las que suponían un valor
infinitamente más pragmático: aperos de labranza, cabras, gallinas,… El hombre,
viudo desde hacía veinte años, nostálgico perdido ante la más que probable
separación definitiva de su guitarra, contestó que aquella era su compañera de vida, su mujer: «Estando con ella me
sentía acompañado. He tocado mucho por esos pueblos, y a veces hasta con
cantadores de aquí, de Madrid. Nada me importa lo que allí he tenido que dejar.
Pero la guitarra...».
Junto a la música, el
redactor de Mundo Gráfico se admiraba
al ver cómo las mujeres llegaban al Ministerio henchidas de ganas, a pesar de
haber dejado al hombre en sus raíces. Una de ellas, cabizbaja, esperaba su
turno en la cola de registro: «¿Tiene usted
hijos?», preguntó el funcionario. Ella, sin levantar la mirada del suelo,
contestó que sí, que tenía quince, y que «le daba mucha vergüenza decirlo».
José Montero Alonso, el redactor de Mundo
Gráfico, explica que los trabajadores del Ministerio debieron emplearse a
fondo para convencer a la joven mujer de que no había rubor ninguno en ser
madre de quince chiquillos.
En fin, que en la
batalla unos dejan la vida conscientes de que pueden hacerlo mientras que otros
la pierden porque no les queda otra.
Autora| Virginia Mota San Máximo
Vía| Biblioteca
Nacional de España, Biblioteca Digital de Castilla-La Mancha
Imagen| Bidicam
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