El
eje rector, o metafísico es el concepto de “Incertidumbre”, desde lo filosófico
propiamente dicho, pero que discurre en el origen poético de la filosofía y en
la sentencia de Anaximandro “Ápeiron”
El eje rector, o
metafísico es el concepto de “Incertidumbre”, desde lo filosófico propiamente
dicho, pero que discurre en el origen
poético de la filosofía y en la sentencia de Anaximandro “Ápeiron”. Ese eje
rector se convierte en lo “negativo”, “lo demoníaco” que el autor desanda en su
torrente de mayor desamparo, que a contrario sensu define la idea de
religiosidad occidental, o metafísica, pero volviendo, reconstruyendo o
reviendo aquel concepto de mal, no como ausencia o contraposición del bien,
sino como la realidad descarnada del ser humano. En su pertinaz contradicción
existencial de ir por lo que nunca podrá ser asido (lo cierto, la certeza)
habitando por siempre en lo incierto, en lo maligno, pese a siempre querer
salir o huir de allí, su hábitat natural.
Tal vez si no
iniciático, uno de los conceptos iniciáticos de la filosofía y del pensamiento
occidental, introducido por Anaximandro,
es la definición de lo engendrado, lo inacabado, el principio donde surge todo
lo que perecerá allí. Con el paso del tiempo y de nuestros temores o de la
ambición desproporcionada para vencer la naturaleza de ese temor, aquello que
no tenía un curso, lo indeterminado, trocó en lo incierto, la humanidad se
alarmo y le dio connotación diabólica a
lo que no maneja o no controla. La exclusividad excluyente de pretender un
mundo, en manos de un solo creador, interpretado por hijos dilectos o profetas,
socava la armonía de quiénes depositan sus expectativas en aquello que provenga
de sus sentimientos más fidedignos (que por lo general son múltiples,
contradictorios, la caótica efervescencia en la que se manifiesta la libertad)
éstos convertidos por la sujeción o conversos por condicionamiento, no tienen
problemas después, de vehiculizar esa
violencia, esa ira, ese odio que cultivaron en ellos, en actos de
violencia, en heridas desgarradoras, diciéndose adalides de ese dogma que los
ha vejado, están prestos a perpetrar cualquier tipo de tropelía en contra de
esa humanidad que ha permitido que les supriman el derecho de creer en lo que
rayos hubiesen querido.
Esta radicalización, por no decir
talibanización, descansa en el apotegma inescrutable de que les espera otra
vida en un más allá imposible de escudriñar por nuestras falencias de las que
en un segundo término, operan como persecución, en quiénes dictaminan que la
falta de fe en tal trascendencia, puede resultar pecaminosa como ignorante,
pero en igual caso, pasible de ser sancionada, excluyendo, nuevamente, al ya
considerado marginal que no se atiene a lo establecido, como lo único, que para
no ser presentado ante el mundo como arbitrario, se han permitido, subdividirlo
en tres vías, que son ni más ni menos que la tríada conceptual monoteísta que
impera en el mundo del logos, en el mundo de los conceptos. Las otras
manifestaciones humanas, variopintas y por lo general, politeístas, no poseen
otras consideraciones más que de carácter multicultural, exóticas,
estrambóticas, o dignas de ser retomadas como si fuesen modas circunstanciales
solo asequibles para señores ricos y aburridos, con derecho, ellos sí, a
cualquier cosa y todo. Lo más preocupante, de lo que aún no se discute, o no se
ha planteado, es la socialización de
esta discusión, pues sólo fue abordada desde el bostezo de lo
filosófico, esta violencia, esta
corrupción imperial, esta vejación al espíritu múltiple del ser humano que es
el substrato de su ambición de libertad, permite que vivamos y que continuemos
viviendo bajo un mundo, supuestamente seguro, tendiente a lo armónico y pre
configurado hacia una paz perpetua imposible, en donde los latrocinios se
siguen llevando a cabo, básicamente, por el costo que pagamos por tener un
mundo que nos pretende creyentes de un solo dios, llámese como se llame este,
sus discípulos, hijos, profetas o seguidores. Huelga destacar que no se trata
de una cuestión religiosa, teísta o filosófica, es una cuestión política, pues este ordenamiento, este
verticalismo, se difumina en todas las estructuras de ese sujeto al que sólo le
queda creer, y casi colateralmente obedecer a un uno, llámese este caudillo,
dictador o presidente.
Para reconfigurar lo
expuesto, en nuestras democracias actuales, se debería empezar a pensar en que los ciudadanos, en vez de elegir a
personas que encarnen proyectos, ideologías, o letras muertas de lo establecido
en partidos políticos, votemos directamente, proyectos, propuestas, modelos o
formas de hacer las cosas y que la ejecución de las mismas, pase a ser un tema
totalmente secundario, esto sí podría denominarse algo que genere una revalidación de lo democrático, pero no
estamos en condiciones de hacerlo actualmente, primordialmente por lo que
veníamos diciendo con anterioridad, el gobierno de ese pueblo, está en manos de
uno sólo, a lo sumo, en cogobierno por un legislativo (con flagrantes problemas
en relación a la representatividad, que sería todo un capítulo aparte el
analizarlo) y supeditado a un judicial, que siempre falla, de fallar en todas
sus acepciones, liberar la opción de ese pueblo, para que elija su gobierno,
mediante las ideas que se le propongan, sin que sea esto eclipsado por la
figura de un líder o lo que fuere, en tanto y en cuanto siga siendo uno, recién
podrá ser posible, cuando su vínculo con la vida y la muerte, no tenga que ser
anatematizado mediante la creencia o no creencia, que como vimos son las dos
caras de una misma moneda, en un ser único y todo poderoso, creador de este
mundo y de todos los otros, los posibles como los imposibles.
El filósofo o quién filosofa, es un dictador sin ejército o con
soldados imprimibles en papel, desea, intenta dominar al mundo bajo un antojo
argumental, la política o el político sin embargo, intenta, más allá de tantas
cosas, obtener el control sin que nunca lo obtenga del todo, el político puede
ser un dictador, circunstancial, pero nunca reconocerá tal situación, que
pretende, en lo subyacente ese dominio real, el filósofo sin embargo, es
honesto desde el inicio, y muchas veces, en caso de pretender ser un filósofo
en la política, reconocerá los límites de lo imposible, por más que sea
tentador, de trasladar la fantasía filosófica de dominar todo en la realidad, además de su presumible preparación
cultural e intelectual, pese a ello, nada garantizará un éxito en lo político,
lo que sí, el filósofo tiene más elementos para hacer política, que el político
para hacer filosofía, sobre todo en nuestras tierras, muy ocupado en cuestiones
menores, hasta para la política misma.
La intemperie de la
nada, como producto o respuesta de eso otro, de eso no controlado que es lo
incierto, es la sensación más fuerte y
fabulosa que podemos experimentar en la experiencia
de la vida, ni la mejor comida, ni el polvo más intenso, ni la mirada más
pura y candorosa de un hijo le asemejan, estar frente al mundo efímero siendo
plenamente consciente de ello, es como volar sin prisa ni pausa, sin horizonte
ni norte, haciéndolo simplemente para fundirnos en el viaje mismo,
desintegrarnos en partículas para volver al todo, al cual pertenecemos y por el
que imploramos regresar. En él mientras tanto, este que llamamos fútilmente vida (lo que se inicia y termina, de alguna
manera está controlado, escapa a lo incierto, el tramo, ese estar)
supuestamente hacemos y dejamos de hacer muchas cosas, pero en verdad en la
medida del tiempo de lo que somos íntegramente, la vida vivida es como el
fractal de tiempo en que decidimos tocar el botón del control remoto para
cambiar un canal, la tecla del teléfono o de la computadora, el resto, lo
sustancial, ese instante eterno es cuando todo y nada sucede a la vez.
Seguramente podrá
parecer para algunos, un juego de palabras, un acertijo de intenciones o un
truco de ilusionistas de los conceptos, en verdad vamos con el bisturí hasta el
hueso, cavamos hasta la profundidad del núcleo y nos elevamos infinitamente,
como cuando nacemos o abandonamos el
mundo, como cuando nos duele algo, cuando estamos contentos, cuando
comemos, cuando vamos al baño, cuando besamos, cuando lo hacemos, en esa suma
de instantes de plenitud, que más luego pretendemos replicar o mantener o
repetir, vanamente, es precisamente la razón de ser de nuestra finitud, de
sabernos prescindibles, por más que pretendamos dejar de serlo. Es como
pretender captar, capturar o secuestrar el instante mediante una foto, contar,
narrar o describir una vida, mediante una novela o una película, un
divertimento menor en los tiempos del calvario cuando nos azota la certeza de
sabernos enfermizamente débiles, suplicantes, originariamente creativos como
para inventarnos el rededor de la vida.
Esa historia detenida, por nuestros miedos,
por nuestras ausencia abismal de arrojo, para que todo valga lo que tiene que
valer, esa sensación, única y pura, que no se repite, ni repetirá por nada del
mundo, porque de eso se trata, el poder movilizarnos en un espacio en donde la
repetición constante, la instantaneidad, las imágenes deconstruidas desde su misma inconsistencia ya no
representen ninguna significación, que la implosión esperada en verdad sea el
sendero que nos vuelva, o nos devuelva la magnificencia de volver a sentir, a
ser lo que somos y dejamos de serlo, por la concavidad de aquellos espejos
enfrentados, la vieja alerta de la caverna de la que aún no podemos ni
asomarnos a la hendija que nos libera.
Es entendible la angustia de vivir entre la espada y la
pared, es decir ante el prisma que vivimos en una sociedad donde nuestra
clase dirigente, salvo contada excepciones, no posee, no ya principios,
ideologías o ideas base, sí no una mísera noción de cómo pararse ante dilemas,
que cada tanto aparecen, pero que nunca se pueden dejar de lado, porque vienen
con nuestra historia, con nuestro ser. Que nuestro “sistema” funcione, desde
hace cientos de años, con millones de
pobres, excluidos, marginados, un tercio cuando no, casi la mitad de la
población en vastos de nuestros terrenos, no puede ser consuelo o perspectiva
que nos incite a tener una mirada positiva. Lo más correspondido o
correspondiente con lo que planteamos desde un inicio es no brindar una
conclusión, o síntesis de lo expuesto, ni cómo corolario, ni mucho menos como
una explicación acerca de algo que nos brinde una nueva batalla ganada, ante la
eterna disputa a la que estamos condenados a salirnos perdidosos, aceptar el
poder de lo incierto, sin que ello signifique claudicar en lo que deseamos, por
más que esto mismo nos debata en contradicción con lo que pensamos y queremos
epidérmica o sentimentalmente, podría ser una senda en el bosque, de los tantos
existentes y a existir que nos llevarán a un lugar determinado, lugar que
seguramente estará controlado por algo o alguien (conceptualmente) y en el caso
de un no lugar sin este requisito, nuestra mente estará creando o recreando
algo, para hacernos sentir, esa sensación de certeza, que podrá ser la muerte, como
cesura del todo, la añoranza de la vida intrauterina como reflejo condicionante
de un estado de conciencia, o la verdadera práctica de la filosofía, o mejor
expresado la faz ontológica, el aspecto más crudo de aquello que le brinda
sentido, haciéndole perder sentido a quién lo ofrece a esos otros que por
intermedio de ese discurso o interpretación pretende controlar para no ser
controlado por esa necesidad sustancial de la certeza o lo cierto.
Podemos verlo en un
autor literario, influenciado por Kierkegaard, como Unamuno en su famosa novela “Niebla” el concepto de lo incierto que
pretendemos desmenuzar. Al comienzo de la novela cuando Augusto está esperando
en frente de su casa observando la llovizna piensa sobre Dios al decir, “Aquí,
en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para
que nos proteja de toda suerte de males”. Se sugiere que el hombre se acerca a
la religión o a Dios cuando se ve en un apuro. Al sugerirse que Dios es como un
paraguas lo cosifica, con esto se puede sugerir que así como el paraguas es un
objeto inventado por el hombre y la religión también lo es, pero lo
verdaderamente importante es esta figura del paraguas, del elemento simbólico,
protector, previsor, que existe para evitar algo, la certidumbre es
precisamente eso, una falsa ilusión, el placebo medicamentoso para el enfermo
terminal que en verdad continuara su derrotero, más allá del aliciente que
siente al tragar la píldora, la certidumbre es el antídoto, como condición
necesaria y suficiente, a la incertidumbre, claro que no se trata de una
cuestión semántica o nominal, sino más bien de una historia que surge desde
larga data, de aquel “τὸ ἄπειρον (apéiron: sin límites, sin definición) de
Anaximandro, en que nos debatimos tras conceptualizaciones entronizadas en el
pensamiento occidental, bajo Platón y el concepto del bien y con ello toda la
larga historia hasta nuestros días. Kierkegaard
en su obra Migajas filosóficas narra una parábola donde un rey se enamora
de una campesina y piensa en cómo puede llegar a ella ya que, si se disfraza de
campesino le va a descubrir fácilmente por su manera de hablar y su trato
cultivado, propio de la corte, y no se va a enamorar de él. Kierkegaard dice
entonces que el amante no puede cambiar a la persona amada, pero sí se puede
cambiar a sí mismo. Entonces entra en la vida de esta mujer bajo la figura de
un siervo y ella, efectivamente lo acoge y se enamora de este rey que se ha
vaciado de sí mismo, de su realeza, que ha abandonado todas las maneras de
proceder de la corte y se ha hecho un campesino de verdad, consiguiendo así el
amor de la joven; por un salto cualitativo, no es que la campesina vaya a él,
sino que es él quien va a la campesina y se transforma en la figura de un siervo”.
Este salto, como aquel
famoso salto, una de las acrobacias más notables en la historia de la
filosofía, no es más que un deporte exquisito para los atletas de la humanidad
que pretendan salirse de la
incertidumbre como mal, para jalonar, tabicar en la certeza o la
certidumbre que es el bien, como bien en sí, como pureza o un instante solemne
de seguridad existencial. El día que dejemos de desear que la muerte nos
sobrevenga como si nos sorprendiera, quizá seamos felices. Claro que tampoco
podemos tener certezas acerca de sí es lo que realmente queremos, si es que
realmente queremos algo que no sea volver de dónde venimos, de ese océano de
sinsentido del que nos han eyectado, injusta y burdamente.
Tras el suceso, que se
festeja como hito, tememos, segundo a segundo, como implorando no dar
continuidad a una cruenta pesadilla de la que no podemos y en cierto caso, por
obra de la confusión, no queremos despertar.
Es un temor crepitante, inacabable, por momentos irrefrenable, que cada
tanto nos pone de rodillas por esa pretensión absurda por la cual clamamos no
haber sido nunca, cuando no se manifiesta de forma tan contundente, permanece,
agazapado, lateralizado, en potencia, a salvaguarda del acto, para en el
momento menos pensado, tomarnos por asalto y enrostrarnos su condición
ineluctable. Es que en verdad nunca lo hemos disfrutado, a la estadía que nadie
solicito, hemos aguardado en los peores momentos sí, hacerlo, eso que llaman
esperanza, expectativa, promesas vanas de la insustancialidad del terror, de la
reacción ante tanta orfandad, de vernos espeluznantemente desnudos, absortos de
nuestra pequeñez, de la contradicción permanente de tras largos suplicios, aún
pese a todo, continuar, con la velada
idea que todo mejore, reír cierta vez sin que la risa devenga en llanto.
Por intrepidez o
irreverencia, cada tanto se escucha un estertor, un suplicio, cuál cántico
lacónico, de los que han bebido, supuestamente el elixir de la tan buscada felicidad, se engañan
para resistir, es entendible, si hubiesen encontrado el brebaje, tras probarlo
y saborearlo, no continuaría en este ámbito, pues su quintaesencia irradia la
verdad contundente de que sólo se la disfruta, plenamente, por instantes que
son irrepetibles, y que el pretender perpetuar o hacer de tal instante la suma
para algo, simplemente reduce al enloquecimiento de no poder comunicarse más
con nadie en un lenguaje coherente. El temor que genera estas fantasías
defensivas, son material en abundancia para la literatura infantil, es que la
existencia misma, es básicamente relatos de hadas y princesas, de campos
elíseos, de nubes suspendidas que amortiguan a seres que mantienen su peso y
corporalidad.
Nos da pavor, ni
siquiera afirmar, ni argumentar, tan solo pensar, por minutos prolongados, que
no existe nada, absolutamente, es retornar de
dónde venimos, que por algo no hemos conservador recuerdo alguno de ese no
lugar, el nombre que le pongamos puede representar una terminalidad, un fin, un
punto, pero ni siquiera de la cuestión nominal se trata, podríamos decir que es
el ingreso a la armonía, pero no, todos sabemos que hablamos de ella y tanto
miedo le tenemos que preferimos no mencionarla, no vaya a ser cosa que nos
escuche y venga por sus invocadores, como en las fábulas para niños. Temblamos
al vernos en la evidencia de nuestra
contradicción irresuelta de pretender lo que sabemos imposible, porque
jamás lo hemos conocido, porque en tal caso ya no estaríamos para decirlo, nos
sacude la molestia fortuita, de la incomodidad permanente, de sentirnos
liberados de tales males y ubicar momentos de plenitud en donde tengamos la
certeza de ser felices sin que ello acabe. Comprender que habrá sido lo mismo
nuestro pasó o no, aquella noche, su mirada, el roce de la piel, ese momento
especial, por más que hagamos trampa y pongamos los episodios de dolor, que
afán por permanecer en la espera del suceso que nunca acaece.
En esa mismidad,
irrumpe, la pretensión infantil de ponerle moraleja, el punto final, es la
devolución o repetición a los que
estamos condenados y es tan fuerte e imposible de evadir, que ni los que
escribimos podemos dejar un texto
inconcluso o acabado pero no publicado, porque el solo hecho de hacerlo ya
significa que lo estamos terminando y por más que no lo mostremos o no lo
hagamos público, siempre alguien lo está mirando, o lo que es peor podrá
hacerse dueño, cuando ya no estemos, si es que alguna vez hemos estado,
sabiendo que ha valido como no ha valido la pena, el estar o no estar, pues no
deja de ser una condena, que cada penitente sabrá o no como sobrellevarla, sin
dejar de ser víctima de las ilusiones imposibles de intentos de fuga que dan
llamar felicidad.
De allí es que en lo
absurdo de nuestra incomprensión de nuestra irrefrenable búsqueda por un
sentido, que nos define en nuestra contradicción, abarrotados en el sinsentido
encontramos, inventamos, se nos devela, como la existencia misma por la que no
hemos requerido siquiera en idea, las presencias de dios y el demonio, como
tanto por azar como por necesidad, como la contracara de un artilugio que nos
acompaña hasta que nos evaporamos en el polvo de la madreselva, de la tierra
santa, o de los ríos que surcan infiernos.
Por definición lógica, Dios es lo que no es el hombre, sino no
tendría identidad alguna. Más allá de cómo se lo haya nombrado, sea piedra
fundante de la humanidad, generador de causas o demás, nos encontramos ante un
ente que es lo otro de lo humano. Sí el humano es una creación de un ser
superior, un desarrollo progresivo de la naturaleza, una conformación
particular de una realidad social, una dualidad de alma cuerpo, un compuesto
basado en esencia, o cualquier otro tipo de definición. Deduciremos que el
hombre es dentro de un pensar metafísico, un ser inconcluso. Sí el hombre es un
ser inconcluso Dios es una entidad concluida. Más allá de quien haya inventado
a quien o producto de la imaginación de, nos encontramos ante un desarrollo que
aún no se ha topado con este primordial interrogante. Dios representa lo
ausente en el hombre, más que nada la pretenciosa y utópica ambición de que
todo marche a la perfección, Dios
básicamente es la afirmación de querer es poder, es el salvoconducto de un
ser particular con realidad física que pretende denodadamente transformarse en
una entidad general y a la vez real.
Por supuesto que esta
pretensión denodada no es explícita. La
justicia, el amor, la gloria y la eternidad son necesidades que hacen a que
el hombre sea tal. Como los conceptos nombrados son ausencias necesarias de
cubrir para el ser humano, también lo es la imposibilidad de encontrar una
respuesta a todo los interrogantes, la incapacidad de vivir atemporalmente (ser
eterno). Dios es lo ausente. Lo que él no es, es el hombre.
El motivo de la
existencia de este tiene un nombre, Dios, que a su vez, como para transformarse
en realidad efectiva y cobijar a cada uno de los particulares, puede desgajarse
en el ser amado, la especulación, la perpetuidad de sensaciones placenteras, el
poder, la ambición, la notoriedad. No se puede afirmar que Dios es una
esperanza de los individuos, situado en algún lugar fuera de la tierra. Tampoco
de que es el gran creador de la humanidad. Dios
es el destino que no pude ser exhibido. Es el destino que se va forjando.
Es el azar interpretado como necesidad y la necesidad interpretada como azar.
Dios es la nada del hombre, que existe gracias al ser, capacidad del hombre
como para que exista la nada. El hombre es la nada y el ser. Dios es el hombre
de la nada absoluta, por ello necesita mostrarse como entidad o como ser
superior. El hombre es el ser, por ello siempre necesitará justificar su
existencia, pese a existir. Veremos que otro tanto ocurre con el demonio o su
contrapartida:
Para Kolakowski, Satanás entra en acción
únicamente allí donde la destrucción no conoce otro fin que a sí misma, donde
la crueldad se comete en nombre de la crueldad, la humillación por la
humillación misma, donde la muerte y el sufrimiento son finalidad absoluta,
donde el propósito no es sino una máscara adoptada para legalizar la sed de
exterminio, está simplemente porque existe, porque es una cosa como otras.
Según los siguientes escritores, que
tuvieron, o la imaginación o la experiencia de conocer al demonio, podremos,
concluir, al menos provisoriamente, que no estamos solos, en esto de
aventurarnos a encontrar, los pasos, del caído del cielo.
“Existe un mal radical y que en cada ser humano la
persistencia de la falta genérica se cruza con una libertad incondicional tanto
para hacer el mal como para hacer el bien.” (Sichére. B. 1996, pág. 122.)
“Una sencilla costurera
es seducida y sumida en la desdicha; un gran sabio de las cuatro facultades es culpable... En esto hay ciertamente algo
oscuro. Pues la historia en sí no tiene nada de natural. Sin ayuda del diablo en persona, el gran sabio no
hubiera logrado sus fines.” (Nietzsche. F, 2006, pág. 87)
“Mientras uno pierde su
tiempo probando la inmortalidad del alma,
la creencia viviente en la inmortalidad se marchita.” (Sartre. J.P. 1966, pág.
324)
Para Kierkegaard. S.
(2004. Temor y Temblor. Primera Edición. Buenos Aires. Losada.) “Llevando las
cosas al absurdo el día en que la inmortalidad sea irrefutablemente probada,
nadie creerá ya en ella. Nada hace comprender mejor que la inmortalidad, aún probada, no puede ser objeto de saber, si no
que ella es cierta relación absoluta de la inmanencia con la trascendencia, que
no puede establecerse sino en y mediante lo vivido. No ignoro las miserias y
los peligros de la vida, y tampoco los temo; salgo sin miedo a su encuentro. No
me falta la vivencia de lo terrible, mi memoria es una esposa fiel y mi fantasía
es eso que yo no soy; una diligente muchachita, que reposadamente hace sus
tareas durante el día y que, llegada la noche, viene a describírmelos de modo
tan hermoso que arrebata mi atención y me obliga a contemplar lo que no siempre
son flores, paisajes o escenas idílicas”.
Para Schopenhauer.A:
“Si no existiera la perversidad natural
del género humano, si en nuestro fondo fuésemos honrados, en todo debate
intentaríamos que la verdad saliera a la luz, sin preocuparnos, si de hecho,
esta resulta conforme a la opinión que nosotros sostuvimos al principio o a la
del otro; lo cuál sería indiferente, o en todo caso, de importancia muy
secundaria. Nuestra congénita vanidad; especialmente susceptible en todo lo
concerniente a la capacidad intelectual, no quiere aceptar que lo que, en el
primer momento, sostuvimos como verdadero aparezca falso, y verdadero lo que
sostuvo el adversario”. Podríamos esbozar una teoría de como hablaría el
demonio, pues a dios, se lo ha escuchado bastante, sin embargo, a su contraparte,
condición necesaria para la existencia del primero, poco y nada, y es quizá en
esa falta de equilibrio es que
radica el océano de penas en donde naufragan las esperanzas del hombre por
tener certezas de una inmortalidad que insospechadamente no la podrá encontrar
jamás en su vida finita, generando animadversiones entre rangos de buenos y
malos que son ajenos a la naturaleza del hombre.
Temer
y temblar no son
acciones que necesariamente se produzcan una a partir de la otra, sino son los
cismas que la reflexión metafísica despierta en quiénes no contemplan que la
desolación de las no respuestas o el absolutismo de referencias integradoras,
que en la necesidad de extensividad se vuelven insulsas de contenido, requieren
de contra partes, de contra caras, o de contra sentidos, que a priori pueden
resultar equidistantes y revulsivos en sí mismos, pero pensándolos,
sintiéndolos, con temor y temblor, son lo mismo.
"Si aceptamos de Dios los bienes, ¿no vamos a aceptar
los males? Es un gran consuelo que
en medio de la tribulación nos acordarnos, cuando llega la adversidad, de los
dones recibidos de nuestro Creador. Si acude en seguida a nuestra mente el
recuerdo reconfortante de los dones divinos, no nos dejaremos doblegar por el
dolor. Por esto, dice la Escritura: En el día dichoso no te olvides de la
desgracia, en el día desgraciado no te olvides de la dicha.» (Gregorio Magno,
Moralia sive Expositio in Job, libro 3, 15-16).
Imagen| Diablo
y Jesús
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