La
Junta de Montilla sirvió también para recuperar algunas obras extraviadas por
arte de magia, como las del duque de Alba o los libros de Galdeano
Trabajadoras catalogando objetos en la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio Artístico |
La Junta de Incautación
y Protección del Patrimonio Artístico Nacional se creó como paraguas del arte,
una forma amatoria de talento que obligó a sus bienhechores a buscar métodos de
protección frente al peligro de la guerra, que no acostumbra a distinguir la genialidad dentro del propio conflicto.
Aunque se hace garante de un diligente y meticuloso arte militar a la hora de
organizar huestes, la guerra no pone cuidado en aquello que le concede, muchas
veces, legitimidad histórica. Poco le importa a la metralla la eterna luz del
impresionista o la espectacular delicadeza de, por ejemplo, la virgen de
Giovanni Strazza.
Y así fue durante la Guerra Civil
La preocupación por defender
el pecho del patrimonio artístico en España surgió como pareja casi gemelar de
la degollina misma. El resultado de este parapeto fue la creación de la Junta
el 23 de julio de 1936 por decreto del Ministerio de Instrucción Pública y
Bellas Artes. Su tarea estaba clara, recuperar
y clasificar aquellas obras de arte que corrían el peligro de la guerra, el
que no tiene remedio, bien por la amenaza de ruina de los edificios que las
albergaban —como contaba a Mundo Gráfico
su presidente, Carlos Montilla, el 7 de octubre de 1936—, bien como resultado
«de incautaciones de bienes que los insurrectos abandonaron al enrolarse en la
insurrección».
La prensa recogía en
agosto de ese año la petición de ayuda que se realizaba desde la Junta de
Incautación y Protección del Patrimonio Artístico Nacional «a todos los
elementos del Frente Popular y a todas las organizaciones obreras que sientan
la responsabilidad histórica del momento». Es decir, la institución abría los
brazos a todo aquel que tuviese voluntad de tender una mano al patrimonio
artístico e histórico. Por eso, sin obviar la necesaria intervención del ducho
en la materia, la institución estuvo encantada de contar con la ayuda de gente que
caminaba a pie por la senda del arte, así como de «Comités de Investigación y las Milicias de las organizaciones
sindicales».
Los descuidos de la aristocracia
En la entrevista de Mundo Gráfico, Montilla ejemplifica la
labor de la Junta en el palacio de «Lázaro Galdeano», propiedad del polémico y
acaudalado hombre que llevó ese nombre, de donde se retiraron «ejemplares que
valen doce o trece millones de pesetas. Algunos, por cierto, que conservan en sus páginas el sello de
nuestra Biblioteca Nacional, de donde fueron sustraídos y a la que,
naturalmente, habrán de volver».
Este empeño por lo
ajeno no fue una marca exclusiva de Galdiano, ni mucho menos. Durante la Guerra
Civil muchos fueron los lunares españoles que abandonaron su querido y amado
cuerpo para embellecer otro extranjero, el que se pudiese, donde solo se
escuchase el eco de la Guerra. Más pudientes que no, eso sí. Entre ellos, los
aristócratas, y, en particular, el duque
de Alba, que descruzó aros con España al proclamarse la Segunda República.
El Palacio de Liria, más solo que la una.
Recodemos que por
aquellos momentos, en febrero del 37, se produjo, por ejemplo, la Batalla de Málaga y la posterior Desbandá, es decir, en torno a 6.000
muertes de civiles que huían por carretera hacia Almería, a pie, después de que
su ciudad hubiese sido tomada por los nacionales. También la Batalla del Jarama con la victoria
estratégica de los republicanos, pero con el fracaso de ambos bandos, como
suele ocurrir, al dejar allí la vida o parte de ella entre 10.000 y 18.000
personas.
La guerra mediática entre Montilla y
el duque
El 18 de febrero de
1937, desde la tierra de Londres y a salvo de todo peligro, el duque declaró en
The Times que la destrucción del patrimonio artístico español era solo cosa de los
rojos, a los cuales atribuía «toda clase de desafueros al alcance de la
escasa imaginación de la anacrónica aristocracia española, famosa por su
orgullo fatuo e inconcebible analfabetismo», escribía El Liberal.
Esta guerra mediática
fue así después de que Montilla loase en el Manchester
Guardian la «eficiente labor realizada» por la Junta, entre ella la guardia
que el Comité Provincial del Partido Comunista instaló en Liria para que la
institución comenzase su labor de salvaguarda. Sin embargo, Jacobo Fitz-James
Stuart y Falcó, el duque de Alba, declaró en la entrevista del 37 que el
palacio no había sido abandonado por él, aunque no estuviese de cuerpo presente,
y que los tesoros del Prado esperaban a
buen recaudo en los sótanos del Banco de España, donde estaban seguros de
todo peligro del fuego y de los bombardeos.
Entonces Montilla
explotó también en The Times. En
aquella altura ya no era presidente de la Junta, sino ministro de España en Belgrado, es decir, embajador:
«Hemos reunido más de
14.000 obras de arte y unos 600.000 volúmenes, pertenecientes a particulares y
situados en casas no ocupadas por ellos en estos momentos, todas ellas de
Madrid. A él esto no le parece abandono. A mí, sí.»
Montilla contravenía al
duque al asegurar que no había ni un
solo bien en «las cajas de seguridad del Banco de España», excepto nueve
pertenecientes al duque de Alba, entre ellos, los dos retratos que Goya hizo de
la duquesa Cayetana y de la condesa de Lazan, además del winterhalter de la emperatriz Eugenia. Fue una orden del entonces
presidente de la Junta lo que devolvió las obras de arte a las paredes de Liria
para que pudiesen ser visitadas con la normalidad que permite una guerra. De
ahí, la guardia del Comité Provincial del Partido Comunista.
Lo que sí faltaba en
Liria y en los sótanos del Banco era, según Montilla, muchos de los cuadros propiedad
de Jacobo, entre ellos el retrato que
Tiziano hizo del gran duque. Ironía a la vista, el embajador terminaba su
rapapolvo asegurando que no estaba en su mano el ofender al duque de Alba «al
pensar que el presidente del Patronato del Museo del Prado, más interesado que
nadie en la conservación, dentro de nuestra patria, de las obras de arte, haya
autorizado la salida al extranjero de algunas de las de su propiedad».
El hombre que salvó de
la destrucción buena parte del arte, Carlos Montilla, renunció a su cargo de
director general de Ferrocarriles para dedicarse en cuerpo y alma a la Junta por
cuestiones de efectividad: «Cree que realizándola rinde a la República mayor
utilidad que en el otro cargo para el que se le designó», dice El Avance. Por cierto que era esta labor una ocupación puramente altruista
por la que no cobraba un euro, según contaba La Voz de Nicolás M. Urgoiti el 25 de septiembre de 1936.
Autora| Virginia Mota San Máximo
Imagen| Hemeroteca Digital
Comentarios