El
olor a gangrena es insoportable. Entonces Liston levanta
el cuchillo y se prepara. «Ponga a funcionar el cronómetro», dice a uno de los
hombres que observa el espectáculo
Robert Liston era considerado el cirujano más rápido de Reino Unido |
A dolor vivo, así es como se operaba
antes del descubrimiento de la anestesia. No había más remedio. Por esa razón, y como hoy, lo único que
se le pedía a todo aquello que dejaba el corazón tiritando como los filos de García Lorca era no dormirse en los laureles. Un espanto.
Robert Liston fue uno de los mejores cirujanos
de su época. Su consigna, la rapidez, algo infinitamente lógico ante el calvario insoportable y el miedo racional. Porque como dijo Madame de Staël, «el dolor siempre cumple lo que promete».
Pongámonos en situación
1846. University College Hospital, Londres. Una mesa de operaciones y el silencio del pánico. Allí estás, con un dolor horrible en tu pierna. Todo el mundo habla
del cirujano más rápido de la ciudad. «Que el rato pase pronto», te dice el seso. Encima de ti, la luz alumbra con paternalismo hasta casi hacerte enceguecer. Esa tutela es uno de los sellos de la cirugía. También lo es el deslumbramiento turbador.
Más lejos de lo que está en realidad, la
chimenea del quirófano chisporrotea sin educación. Parece contenta. Entonces se oyen pasos en el silencio que aún queda a tu alrededor. Entre ellos, un crujido de madera demasiado cercano. Ya llegan. Sin voluntad, te agarras la pierna putrefacta mientras se abre la puerta del quirófano. Allí está. Es
Robert Liston, tu médico, acompañado de un grupo de
hombres. Todo el mundo habla de su efectividad. Londres es de Liston. El dolor insoportable de tu pierna te
recuerda los dos días que has permanecido aguardando en la sala de espera. Hay que ser valiente. No, no lo eres, el miedo no da tregua. ¿Dónde
estás, coraje?
El equipo de médicos y espectadores
huele a gangrena y a sangre. Escuchas el latir desbocado de tu
corazón, que no te deja tiempo para compadecerte de tu pierna. No hay duda: se estampará contra el suelo sin remedio por la acción de la gravedad.
Cuatro hombres rodean la mesa de operaciones, dos a tu cabeza y dos a tus pies. Liston se vuelve un instante. El pánico,
inteligente, dirige tu vista hacia el cuchillo que agarra con una de sus manos. No brilla mucho. Recuerdas la boca de un lobo. Cerca de ese filo aguarda una sierra que tampoco parece nueva. «Que dure un momento, por favor», suplican tus nervios.
El olor a gangrena es insoportable. Entonces Liston levanta el cuchillo y se prepara. «Ponga a funcionar el cronómetro», dice a uno de los hombres que observa el espectáculo. Tres, dos, uno, y comienza a cortar tu pierna de forma frenética a una
velocidad de vértigo. El hueso. Ahora vendrá la sierra.
Un
enfermo, tres muertos
Aunque algunas fuentes aseguran que la mortalidad de los pacientes de Robert Liston fue muy inferior a la del resto de
sus colegas —un 10% frente al 40 habitual—,
algunos finados han alcanzado una enorme popularidad debido a lo calamitoso de su proceso.
Así,
se cuenta, se dice, se asegura que, en una de las
típicas amputaciones a las que se enfrentaba el cirujano, fue tanta la concentración con la que le daba a la sierra que, en un descuido, se llevó junto a ella los testículos del pobre enfermo y los dedos de uno de sus ayudantes.
Por si esto fue poco, el vaivén cortante del hueso desgarró sin quererlo la bata que llevaba puesta otro médico allí presente. Dos minutos y medio tardó Robert Liston en terminar la operación, y tres fueron los muertos: el paciente y el ayudante del muñón por la infección de sus heridas, y el colega cirujano al que se
le paró el corazón al pensarse rajado de arriba abajo.
La
aplicación de la anestesia
De cualquier forma, Liston fue pionero en operar con anestesia. Aunque escéptico ante lo que consideraba un experimento, el
cirujano no tardó en poner en práctica las virtudes que las investigaciones americanas vertían sobre el éter, eso sí, en la clandestinidad. Por eso
acudió medio encapotado hasta la farmacia de Peter Squire, para hacerse con un vaporizador y un
bote de ese elemento. Y lo probó: Liston inhaló el vapor y no sintió dolor
cuando le clavaron alfileres en el brazo.
Había que operar. El elegido para ponerse en manos del médico fue un sirviente de Lord Aberdeen llamado Frederick Churchill. El hombre estaba a punto de pasar a mejor vida aquejado de altas fiebres motivadas por una herida en
un muslo. La única solución pasaba por amputar el miembro.
En la mesa de operaciones, Churchill
entró en un profundo letargo después de que el equipo del cirujano le acercase
el éter a la boca. Respiraba con normalidad. Como el murmullo con el que médico había acudido a la farmacia de Squire se había vuelto griterío, el quirófano estaba hasta arriba de curiosos del gremio que observaban expectantes y cronómetro en mano.
No vamos a relatar el proceso de amputación, sino que mejor nos quedamos con que la pierna de Churchill dejó su cuerpo para
caer en un cubo de serrín. Liston había tardado cuatro minutos y
medio en cortar y coser.
El
éter funcionaba: el enfermo no había dicho ni mu. De hecho, cuando despertó de la anestesia lo primero que dijo fue: «¿Cuándo van a empezar? ¡No! ¡No quiero que me corten la pierna! ¡Prefiero morir!». Tarde; sus deseos llegaron demasiado tarde.
Bibliografía
DORMANDY,
T., El peor de los males: La lucha contra el dolor a lo largo de la Historia. Madrid, Papeles del tiempo, 2006.
LOBBAN, R.D., Edimburgo y la revolución de la medicina. Cambridge, Akal, 1991.
CROFTON, I., Historia de la ciencia sin los trozos aburridos. Barcelona, Ariel, 2011.
Autor|
Virginia
Mota San Máximo
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