Al
menos, eso se decía desde la Armada republicana. También que la voluntad sexual
del soldado no serviría de nada mientras los prostíbulos siguiesen con las
puertas de par en par
Fotografía de Luis Escolar López, el manchego que retrató como nadie lo cotidiano |
Peor que una herida
febril y acarminada. Una de las principales preocupaciones de la armada de la
Cartagena de 1937 era la que denominaban como la venérea o el venéreo.
La sífilis de toda la vida, vamos, una enfermedad en remojo y de transmisión
sexual que dejó patizambo a un porcentaje elevadísimo de los combatientes de la
Guerra Civil española. Invalidaba en el
catre y anulaba a los soldados durante largos periodos de tiempo, viéndose
obligados a guardar reposo hasta que el mal de bubas pasaba página.
De rojo también el carmín que presentaba el cuerpo de quienes ejercían el oficio más antiguo del mundo. No se admitía por decreto, la prostitución era ilegal en la España en guerra, pero se practicaba lo mismo que la clandestinidad obligada de pensamiento o de acción. Eso es el ser humano, un borbotón constante de peros y de sin embargos.
De rojo también el carmín que presentaba el cuerpo de quienes ejercían el oficio más antiguo del mundo. No se admitía por decreto, la prostitución era ilegal en la España en guerra, pero se practicaba lo mismo que la clandestinidad obligada de pensamiento o de acción. Eso es el ser humano, un borbotón constante de peros y de sin embargos.
Fuerza de voluntad sexual
Desde la misma armada
se pedía contención. Aunque era fácil sucumbir al placer de este «impune
comercio que envilece al que lo explota y envenena al que lo mantiene», había
que ajustarse bien la bragueta para evitar el tembleque del día posterior. Pero
no era culpa del soldado que, descuidando su inclinación, elegía salir a faenar
posturas con una señorita que se ofrecía a ello a cambio de unas monedas, sino
que era cosa del fascismo, el enemigo que, protagonista, rebuscaba en madrigueras la forma de llegar a la cima. Y lo hacía
como fuera:
«Se ha cebado en nosotros con un encarnizamiento que hace pensar en un deliberado propósito de restarnos energías cuando más las necesitamos, cuando todas son pocas.»
En Cartagena, el
Comisario Político de la Flota, Bruno Alonso, discursaba sobre el tema con los
aplicados y calurosos soldados: «Basta
con que nos lo propongamos», escribía Granda al respecto en marzo del 37.
La intención del además director de La
Armada era que el problema dejase de serlo, si bien se pasarían por alto
algunos casos aislados, siempre que fueran como los lunares de la espalda, es
decir, dispersos. No, la voluntad del soldado no serviría de nada mientras los
prostíbulos siguiesen con las puertas abiertas, y de eso se responsabilizaba a
las autoridades competentes, que, al parecer, sí estaban poniendo freno legal a
la prostitución en otras ciudades españolas como Madrid, por ejemplo.
Curar la fuente de contagio
Así es que poco podían
hacer los médicos de la Marina republicana frente a este mal fascista que acechaba desde los cubiles rellenos de
carne. La misma que, según La Armada,
hacía perder la cabeza a los soldados.
Aunque la Sanidad naval
contaba con el apoyo de todos, no había
medios suficientes para abordar tal plaga, así es que en otro número del
semanario, el equipo médico confía en que las palabras de Alonso se transformen
en medios:
«Para acabar con ella, los Médicos de los barcos queremos orientar el apoyo entusiasta del Comisario Político, mando y gobierno de los buques.»
Y mientras llegaban las
ayudas por parte de la gobernación, el Inspector Médico de la Flota, Manuel de
la Loma, el 13 de marzo de 1937 proponía la solución definitiva para terminar con la sífilis. Era esta una
erradicación exclusivamente femenina que pasaba por «aislar y curar la fuente
de contagio que es la mujer enferma». Después de eso, y dejando al hombre de
lado, lo demás vendría solo.
Autora| Virginia
Mota San Máximo
Vía| Revista La Armada. Órgano oficial de los
marinos de la República. Cartagena, 1937.
Imágenes| Bidicam,
Anvil Street
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