Cleopatra se hallaba bajo la
vigilancia de Octavio César, ¿por qué?
Como veíamos en la entrada anterior, Cleopatra se hallaba bajo la vigilancia de Octavio César.
Los centinelas que la custodiaban eran romanos. César quería a toda costa
conservar la vida de la reina, para que figurase encadenada a su carro de
triunfo en Roma, y había dado las órdenes más severas para que se ejerciera con
su persona la mayor vigilancia. ¿Cómo es posible que la reina de Egipto se las
ingeniase para tener, fuera de su dorada prisión, contactos con el campesino
que le trajo los higos debajo de los cuales se ocultaba la víbora del Nilo?
La versión del envenenamiento
por la víbora tiene visos de leyenda, y además en ella se encuentran
contradicciones. Unos historiadores pretenden que el áspid venía oculto no bajo
los higos, sino bajo flores; otros hablan de racimos de uva. Se dice también
que la reina guardaba el áspid en un vaso, en su palacio. También hay
discrepancias sobre cuál fue la parte del cuerpo de la reina que ésta ofreció
al mordisco letal. Cabanés dice que Shakespeare “coloca la víbora en los labios de la reina”. El ilustre doctor, que tan
sagazmente plantea los términos de este problema, parece no recordar, al decir
esto, el texto del drama Anthony and Cleopatra:
“Pobre loco venenoso —dice la reina aludiendo al áspid—, entra ya en furor y apresúrate... ¡Silencio! ¡Silencio! ¿No veis que la nodriza tiene el niño en el pecho y le da teta para dormirle?”
No entraremos, sin embargo, en la superflua discusión de los doctores
Moreri y Ségur, que pretenden haber determinado incluso si fue en el pecho
derecho o en el izquierdo. También se dice que la reina tuvo que pinchar al
áspid perezoso con un huso de oro, para excitarlo, y entonces el animal la habría trabado del brazo.
Esto coincide con la versión plutarquiana de que en la comitiva de triunfo de
Octavio se paseó una efigie de la reina del Nilo llevando una víbora enroscada
al brazo; y así se la ha representado después tradicionalmente.
Cuando Octavio, furioso al ver que habían fracasado sus medidas de
seguridad, hizo registrar sistemáticamente la habitación donde había muerto la
reina, no se encontró víbora alguna, ni en la cámara, ni en el sepulcro, que
estaba practicado en el interior del mismo palacio. El propio Plutarco, después de haber transmitido
muchos detalles de la versión, añade de un modo ingenuo y desconcertante:
“No sabemos, en verdad, cómo murió.” “Se dijo también —prosigue el de Queronea— que había llevado consigo el veneno en un alfiler hueco y éste lo tenía escondido entre el cabello. Pero no se notó mancha ni cardenal alguno en su cuerpo ni otra señal de veneno...”
En cuanto al reptil, después de atestiguar Plutarco que nadie logró
encontrarlo —una víbora no se escapa
como un ratón—, prosigue:
“Se dijo que se habían visto algunos vestigios de él a orillas del mar, por la parte del edificio que miraba al agua, y donde había ventanas abiertas.” (Los reptiles diminutos no dejan fácilmente huellas). “Algunos dijeron que se habían notado en el brazo de Cleopatra dos punzaditas sumamente pequeñas y sutiles, a lo que parece que dio crédito César.”
En la Antigüedad —exceptuando a los poetas, que por su oficio
prefieren admitir versiones para dramatizarlas que investigar su verdad— ningún
autor ha considerado segura la versión de la víbora. Suetonio dice: “Creían que murió de la mordedura de un áspid.” La
cosa se complica cuando se ha querido investigar si en Egipto había realmente áspides. Muchos zoólogos modernos lo
niegan, aunque otros lo afirman, porque en los paquetes de reptiles que se
sepultaban con las momias, en algunas pirámides, por motivos de ritual, al
tratar de analizar las diversas especies por el estudio de los huesos se ha
creído encontrar un tipo correspondiente al famoso áspid del Nilo.
Las sospechas más comunes recaen sobre la naja hajé, cuyo veneno está considerado como actuante en forma de
narcótico. En cierto modo resulta
inverosímil que el reptil tuviese aún veneno al salir de la cesta de higos,
pues al sentirse oprimido por el peso de éstos y prisionero en la cesta debió
morder a diestro y siniestro, gastándolo antes de ser aplicado al brazo. El
veneno del áspid tiene que ser segregado con cierto ritmo y no se improvisa
después de varias mordeduras sucesivas. Y no sólo habría mordido el áspid los higos
o las hojas que venían en el cesto, sino que, según la leyenda, mordería primero a Cleopatra y después a sus
esclavas Iras y Carmiana, cosa poco menos que imposible, según los científicos,
para causar la muerte.
Por último, el doctor Viaud-Grand-Marais, fundándose en que las
habitaciones de Cleopatra estaban cuidadosamente, casi herméticamente cerradas
cuando se producía la tragedia, propone que las tres se habrían asfixiado
sometiéndose voluntariamente a las emanaciones
de un brasero. El óxido de carbono deja sobre el organismo tan pocas trazas
como fueron halladas en el cadáver de Cleopatra. Lo más divertido de esta
hipótesis —y que no pertenece ya a Egipto, ni a Roma, sino al París de
principios de siglo— es que estos suicidios solían emplearlos en la “Ville
Lumière” las heroínas de melodrama de Montmartre, o como dice con elocuencia
local Grand-Marais, “una lavandera engañada por un sargento en cambio de
guarnición”. Esto para los sabios franceses es un inconveniente, por parecerles
impropio de una reina el suicidarse como una lavandera; pero para nosotros no
ha de serlo. ¿Qué sabía Cleopatra acerca de cómo se suicidarían en lo futuro
las modistillas de Montmartre?
Bibliografía
TAYLOR WOOTS, J., Enigmas de La Historia. Libertarias-Prodhufi, 1999.
Autor| Jeremy Taylor Woots (adaptado)
Vía| Ver bibliografía
Imagen| Museo
del Prado
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