Cleopatra, siempre preocupada por
la belleza y la coquetería, tenía la obsesión de morir bella y escoger una muerte
que no la desfigurase y que no alterase la tersura de su cutis
Raramente se da en la Historia una situación tan dramática y novelesca
como la muerte de dos amantes, aunque en este caso él, Marco Antonio, anduviera
rondando los sesenta, y ella, la reina de Egipto, tuviera cincuenta cumplidos.
Ambos estaban decididos a perecer: él, después de su último fracaso militar;
ella, después de su última derrota
femenina, en que trató de seducir también al joven Octavio César, como
había seducido a Marco y al gran Julio.
Antonio sabía que la muerte más digna de un soldado era el acero. En
cuanto a ella, siempre preocupada de
belleza y de coquetería, parece ser que su mayor obsesión era ahora morir
en belleza, escoger un género de muerte que no la desfigurase ni alterase la
tersura del cutis. ¿Qué exquisitez macabra, qué refinamiento podía dictarle su
sutil imaginación? La fealdad y el sufrimiento le daban igualmente horror. Si
había que decidirse por un toxico, debía ser tal que no produjese convulsiones
ni muecas.
Cleopatra tenía un profundo conocimiento de los venenos, como lo muestra
la tradición clásica contándonos que, en cierta ocasión, Antonio temía que ella le envenenase y le hacía el ultraje de
mandar probar a un esclavo, a su misma mesa, todos los manjares que le servían.
Un día, durante la comida, la reina ciñó su propia frente y la de Antonio con
flores venenosas y al terminar el ágape invitó a su amante a beber el jugo de
aquellas flores, según tenían por costumbre con otras que no tenían ponzoña. El
triunviro no sospechó nada; pero cuando iba a beber Cleopatra le detuvo la mano y le dijo:
“¡Aprende a conocer a la mujer de quien sospechas! Si pudiese vivir sin ti, no me habrían faltado ocasiones para deshacerme de tu persona, como en ésta en que tienes en tus manos una copa envenenada.”
Este rasgo, aunque pueda ser legendario, es al menos una prueba de que
la reina de Egipto sabía manejar las ponzoñas y no le sería difícil lograr el
suicidio perfecto. Así Cleopatra pudo comprobar, mediante muchos experimentos
hechos en la persona de condenados a muerte, que los venenos de acción más
rápida causaban crueles dolores y desfiguraban horriblemente, mientras que los
de acción lenta producían menos alteraciones. Entre otras cosas, según se ha
creído, adquirió la certidumbre de que la
mordedura del áspid es la única que, sin causar convulsiones antiestéticas,
sumerge en un sopor acompañado de ligera humedad del rostro y, mediante una
progresiva debilitación de los sentidos, conduce a una muerte parecida al
sueño.
Relatemos las circunstancias del drama siguiendo, para comenzar, la versión
más generalizada, la de Plutarco, a
la que se harán luego las oportunas reservas:
“Después de comer Cleopatra tomó sus tablillas, sobre las cuales había escrito una carta para Octavio César, y una vez selladas se las envió. Luego mandó salir a todos los que estaban en sus habitaciones, exceptuando dos sirvientas, y cerró la puerta por dentro. Cuando César hubo abierto la carta, los vivos y conmovedores ruegos que en ella leyó, y en los cuales la princesa le rogaba ser enterrada al lado de Antonio, le revelaron lo que Cleopatra había hecho.”
Es decir, le revelaron que, mientras él leía, ella agonizaba. De esta
manera, excepto las dos criadas encerradas con la reina bajo llave y que se suicidaron con ella llevándose el
secreto a la tumba, nadie presenció el momento de la muerte.
“Después del baño —continúa Plutarco— la reina se sentó a su mesa y le sirvieron una comida magnífica, durante la cual vino a su presencia un campesino con un cesto. Los guardianes le preguntaron qué llevaba en él, y el rústico, separando las hojas que lo cubrían, les mostró que estaba lleno de higos. Los centinelas admiraron el tamaño y la hermosura de aquellos frutos, y el hombre, sonriendo, los invitó a probarlos. Su aspecto de sinceridad apartó toda sospecha de los guardianes y le dejaron pasar.”
Este párrafo nos indica que Cleopatra se hallaba bajo la vigilancia de Octavio César. ¿Por qué? No te pierdas la
segunda parte de esta entrada.
Bibliografía
TAYLOR WOOTS, J., Enigmas de La Historia. Libertarias-Prodhufi, 1999.
Autor| Jeremy Taylor Woots (adaptado)
Vía| Ver bibliografía
Imagen| Revista
de Historia
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