Durante los días
del solsticio, los paganos celebraban la festividad del Yule y los romanos el
Saturnal
Stonehenge durante el solsticio de invierno |
Desde antiguo, el ser humano ha estado muy ligado al transcurrir
de los ciclos de la naturaleza, a los cuales siempre se ha ajustado para vivir
en armonía. Es por este motivo que los
solsticios y los equinoccios, los cuatro extremos del año solar, han estado
ligados a grandes celebraciones, en las que se rendía culto al viaje del Sol a
lo largo de los diferentes constelaciones y su transformación en las diferentes
estaciones. A lo largo de la historia del hombre, en estos cuatro puntos estacionales
se han simbolizado los hitos que marcan la vida en la naturaleza: el
nacimiento, el crecimiento, la madurez y la muerte. Todo el proceso conlleva la
regeneración de la naturaleza y del ser.
Cada año, el solsticio
de invierno ocurre entre el 20 y el 23 de diciembre en el hemisferio norte,
justo cuando se produce el solsticio de verano en el hemisferio sur. Este día,
en la parte septentrional se tiene la noche más larga del año, mientras que en
la meridional se cuenta con el día más luminoso. Se trata del hito anual de
máxima dualidad en el drama cósmico, que llegará al equilibrio en el
equinoccio.
La palabra “solsticio” viene del latín sol y sistere, que equivale a “quedarse quieto”. Con este término se
alude al instante en el que el Sol llega a su punto más alto en el cielo, desde
nuestra perspectiva, y en apariencia parece detenerse para revertir su
dirección. En una mentalidad mágica o mítica, este suceso pudo ser entendido
como un instante de mágica e ilusoria suspensión temporal, que parece fijar el momento de la muerte del astro rey.
Así, particularmente en el solsticio de invierno, tenemos
el gran símbolo natural de la muerte y el renacimiento. El momento del
solsticio es el memento mori por antonomasia, donde toda la naturaleza venera
enlutada a la luz, que es la fuente de toda vida. Pero en la misma muerte yace
la semilla del espíritu que florecerá en la primavera y culminará en el esplendor
del solsticio de verano. En palabras de Albert Camus, “en medio del invierno
descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible”. Nada lo explica mejor.
En realidad, gran parte de las religiones antiguas
eran una especie de filosofías naturales
o astroteologías. Extraían sus principios filosóficos y sus conductas
morales y rituales de una atenta observación de la naturaleza y, más
concretamente, de los astros. Se basaban, grosso modo, en un pensamiento
analógico del cual se derivaba un sistema de correspondencias que concebía al
hombre y a la naturaleza sublunar como espejos del macrocosmos.
En este sistema ideológico, el Sol era el símbolo de
la personalidad, el sí mismo divino. El astro rey se concibe como un gran héroe que atraviesa todo tipo de
peripecias en su viaje anual, incluyendo el descenso al inframundo, lo cual
marca el triunfo de la luz y la prueba de la inmortalidad de la vida, que
siempre se regenera. El ser humano, asimismo, es como un pequeño Sol que
atraviesa arquetípicamente las mismas permutaciones que el Sol. Esto le ocurre
anualmente, aunque también en su vida como conjunto. El hombre debe convertirse
en el héroe inmortal de su propio psicodrama cósmico. Por tanto, para el
individuo, el invierno es un tiempo de
recogimiento, de conservación de la energía, de reflexión, de práctica
espiritual y de renacimiento.
Durante los días del solsticio, los paganos celebraban una festividad conocida como Yule,
un vocablo que procede del nórdico Jul
y que significa “rueda”, aunque en la tradición de Caledonia recibe el nombre
de Alban Arthan. En los pueblos celtas, tan ligados a estos cambios y ritmos de
la naturaleza, con el solsticio de invierno se celebraba el nuevo resurgir de
la luz y el declive de la oscuridad, y la fiesta se prolongaba durante varios
días.
Por otro lado, el 19 de diciembre, los romanos celebraban el Saturnal.
Se trataba de una fiesta en honor a Saturno, el dios mitológico de la
agricultura y de la cosecha. Esta festividad se prolongaba durante 7 días, en
los que no faltaba la alegría, las comidas y la diversión.
Durante el siglo IV, el Papa Julio I decidió superponer la celebración de la Navidad
cristiana a los antiguos ritos del solsticio, para facilitar el tránsito del
paganismo al cristianismo. Por este motivo, la Navidad, que antes no tenía determinada una fecha de celebración,
fue instaurada en el 25 de diciembre.
De este modo, muchas de las tradiciones que comúnmente están asociadas a la
Navidad tienen sus raíces en los ritos de Yule, como el decorar el árbol o el
intercambio de regalos, o en las Saturnales.
Por último, el término Navidad viene del término latino nativitas, que significa natividad. Como es lógico, el cristianismo
asocia esta palabra al sagrado nacimiento
de Jesús, su Mesías. Sin embargo, como hemos visto, en el trasfondo de esta
fiesta subyace la tradición de la celebración de los rituales del solsticio de
invierno, que también se pueden tomar como una oportunidad para el renacimiento
de nuestro ser y como una forma de seguir realizándonos y evolucionando de
forma continua.
Autor| José Antonio Cabezas Vigara
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Imagen|
Wikipedia
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