La
culpa la tuvo Filipinas, Sumbawa concretamente
En Europa llovía a mares |
El frío, la nieve y la
lluvia se desparramaron por la Tierra de
1816 también durante aquellos meses en los que los campos tendrían que
vestirse de amarillo.
La culpa la tuvo
Filipinas, Sumbawa concretamente. Allí, un año antes, la erupción de un volcán
que había permanecido en reposo durante dos milenios llenó la atmósfera con más
de medio centenar de toneladas de dióxido de azufre, un gas mortal. Por eso,
solo en el archipiélago filipino, 12.000
personas murieron el 5 de abril de 1815, que fue el primero de los días
durante los que la Tierra estuvo rabiando.
Entonces la temperatura
bajó. Los atardeceres en Londres estuvieron prendidos día tras día. La
primavera de Canadá y de Estados Unidos no
tuvo flores, sino nieve. Las aves morían congeladas en las frías calles de
agosto, y los arados se convertían en útiles poco apropiados para cosechar la
tierra helada.
En Europa llovía a
mares, y los relámpagos y los truenos se convirtieron en el pan nuestro de cada
día. 1816 vio cómo subía el precio del
pan en Francia, cómo las uvas en España no producían vino y los olivos
tampoco aceite, vio los campos portugueses echados a perder y los patatales de
Alemania más baldíos que nunca.
El desenlace lógico fue
la emigración hacia donde se pensaba
que el tiempo era más clemente, aunque en realidad no lo fuese. Así se llenó Norteamérica
de europeos que llegaban a sus tierras muertos de hambre sin saber que los de
allí también andaban con la tripa a medio llenar.
Pero como no hay mal
que por bien no venga, en Suiza, por ejemplo, aquellas irrupciones de torrentes
de lluvia y tormenta que invitaban a amontonarse en torno al fuego de la
chimenea de agosto, también engendraron
en Mary Shelley lo que en un futuro sería Frankenstein.
El no poder salir de casa tuvo sus ventajas.
Algunos vieron en los
atardeceres teñidos de naranja, rojo y morado, abrirse la puerta del infierno. Era la ira de Dios, nada de postal
romántica. Pero la explicación de 1816 no se debía a dedos divinos ni a tridentes
afilados. Fue la Naturaleza quien tapó la boca del hombre. El volcán de Sumbawa
escupió el dióxido de azufre hasta más de 30 kilómetros de altura, y allí se
quedó, recorriendo el planeta durante años.
Autora| Virginia Mota
San Máximo
Imagen| Cartagena
Antigua
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