Los liquidadores eran incentivados por
el gobierno soviético para realizar trabajos muy arriesgados en reactores
nucleares
“No
sé de qué hablar... ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué? Nos
habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano,
hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero
aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba…”
Liudmila
Ignatenko, esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko
(Fragmento
extraído del libro “Voces de Chernobil” de Svetlana Alexiévich )
El 26 de abril de 1986 a la 01:23,58 a.m., se produce la explosión del reactor número
4 de la central nuclear de Chernóbil. Media hora después de las primeras
llamadas alertando del incendio, llegaban las unidades de bomberos.
Hacia las 5 a.m., casi 3 horas después,
la mayoría de los incendios estaban controlados, sólo faltaba el grafito del
interior, que continuaba en llamas.
Por
otro lado, los ingenieros y los directivos de la central, se reunían para
intentar averiguar qué había podido salir mal y discutir así los procedimientos
que iban a tomar para controlar la catástrofe.
Nadie
estaba realmente preparado para un suceso como este, así que decidieron aplicar
las instrucciones habituales, por lo que decidieron refrigerar el reactor con
agua corriente. No consiguieron nada, más que para enviar a la atmósfera una
columna de vapor que se extendió por todas partes.
Cuando
esa nube llego a Suecia, estos amenazaron con denunciarles y fue entonces
cuando reconocieron el accidente de la central nuclear y se tomó la decisión de
evacuar la ciudad de Pripiat, más de 24 horas más tarde de la catástrofe.
Después de la explosión, se
construyó el Sarcófago con la intención de sellar las dosis de radiación que el
reactor seguía emitiendo. Durante estas tareas de construcción, se detectó en
el tejado restos de barras de grafito y combustible nuclear.
Estos materiales debían ser
arrojados al interior del reactor, por lo que en un principio se contó con
medios mecánicos como robots teledirigidos, pero al final la solución fue usar
a personas.
Los conocidos como los liquidadores,
eran personas de distintas nacionalidades y profesiones, cuyas edades oscilaban
entre los 25 y los 45 años. Para incentivarlos a realizar estos trabajos, el
gobierno soviético les prometía coches, casas en el campo y sueldos, más altos
cuanto más cerca estuvieran del reactor.
Ninguno de ellos podía imaginar las terribles consecuencias de la radicación, era
simplemente un trabajo más que significaba la solución a todos sus problemas
económicos, y en unos días podrían reunirse con su familia de nuevo.
En las expediciones al reactor, los trabajadores, “protegidos” con
improvisados trajes de plomo de hasta 30
kilos, contaban solamente con 2 minutos para arrojar desde el tejado con las
palas al interior del reactor los restos contaminados.
Todo se hacia a la carrera, sin importar lo que cargaran a las espaldas,
ya fueran sacos de hormigón o residuos.
Las máscaras antigás militares que les debían proteger del
polvo radioactivo en suspensión quedaban inutilizadas rápidamente por el sudor,
que obstruía la válvula respiratoria.
Todos recibieron dosis de
radiación mucho más elevadas de lo aconsejado para la salud, y de
lo que finalmente reflejaron los informes.
Unas 800.000 personas durante los meses
siguientes a la explosión del reactor, trabajaron en las inmediaciones de la
central para limitar los efectos de la tragedia, sellar el reactor y
evitar nuevas deflagraciones que amplificaran lo que a la postre se convirtió
en el peor desastre nuclear que la humanidad ha afrontado.
Los que lograron sobrevivir en esos días ya han fallecido y el resto tiene discapacidades y
malformaciones debido a los efectos de
la radiación.
Autora| Raquel Martínez Cabo
Imagen| La
Pizarra de Yuri
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