La
comadreja, Juana Bormann, asesinó,
bajo el amparo del nacionalsocialismo, hasta a 500 personas al día
Juana Bormann echaba sus perros sobre las presas de Auschwitz y de Bergen-Belsen, y disfrutaba |
En su fotografía parece ser la típica mujer de
posguerra, la madre de seis o siete, el ama de casa enlutada que faena con los
pucheros y con las fregonas porque así lo ha aprendido. Pero las imágenes a
veces son realidades a medias, son existencias estáticas enmascaradas por el
blanco y por el negro. Mujer era, sí, pero todo lo demás es parte de la ficción
retratista.
Nada que ver. De la
vida de Juana Bormann poco se sabe. Sí, que nació en la antigua Prusia
Oriental; sí, que fue una persona coja en lo que a cultura se refiere, la típica analfabeta de libro; sí, que
trabajó en un manicomio y, otra vez; sí, que acudió a las misiones respondiendo
a sus firmes creencias religiosas. Poco más.
El saber de la vida de
Bormann se enriquece a partir de su alistamiento en las Waffen-SS, donde acostumbraba a apalear a las presas cuando no
respondían a sus requerimientos, «pero nunca de una forma que se le saltasen
los dientes», decía ella en su juzgamiento. Las presas eran presas por
cautivas, pero también por ser vidas robadas. Ellas no tenían voluntad de
cumplir las órdenes de Bormann, es cierto, pero la wiesel, la comadreja
alemana, olvidaba en su delirio soberano e imperialista que dicha voluntad no servía
a su actitud, sino al veredicto de sus cuerpos inanes, que no ofrecían respuesta
física ante la desnutrición y el insoportable desconsuelo que cargaban sobre
sus espaldas. La wiesel hacía la vista gorda, y disfrutaba.
Además de participar en
la selección de las mujeres y de las niñas que llegaban a los centros caritativos del estado —el padre
de todos los eufemismos—, Bormann acostumbraba a arrear a las supervivientes
con una porra de goma o con un palo,
lo mismo daba. Son muchos los testimonios que han quedado, afortunadamente, de
la ignominia del sinsentido a la que Bormann y los suyos sometieron a aquella
caterva de seres humanos. «Vi a Bormann golpearlas en la cabeza», decía la
interna Alexandra Siwidowa, «en la espalda y en todo el cuerpo». Pero antes de
tocar el limbo, aquellas mujeres y niñas para las que el hambre era el menos
preocupante de sus males, sufrieron vejaciones aturdidamente inimaginables.
La mujer de los perros,
la perra de Auschwitz
Bormann
disfrutaba, y mucho.
Más aún cuando andaba con sus perros. Ese era el entretenimiento favorito de la
aufseherin, la guardiana supervisora
de Auschwitz y de Bergen-Belsen que formó filas en el nacionalsocialismo, según
ella, sólo por motivos económicos. Puede ser que la avaricia vuelva loca la
cabeza de uno, puede ser que el ansia de tener atice la vena asesina, pero
también dicen que la vida guía hasta el sol y todavía no hay colonias en el
astro.
El hambre de los lobos
de Bormann era cosa de la propia Bormann. Ella se encargaba de llevarlos al
límite de la extenuación nutritiva para que descargasen toda su ira calórica con
las presas de los campos de concentración. Y los perros —aún sin quedar claro
en qué lado de la relación mujer-can se puede prender el calificativo— son
animales instintivos y fieles. Por eso sin miramientos, obedeciendo como perros
que son, o que eran, se lanzaban sobre
las mujeres para devorarlas ante la mirada pavorosa del resto de reclusas y
la satisfacción de la guardiana por un trabajo bien hecho: «Primero ella (la wiesel) incitó al perro y este se tiró a
las ropas de la mujer; entonces ella que no estaba satisfecha con eso, hizo que
el perro fuese a la garganta. Tuve que volver la cara, y entonces Bormann
señaló con orgullo su trabajo a un Oberscharführer».
Las palabras son de Dora Szafran, enviada el 25 de junio de 1943 a Auschwitz, y
no dejan lugar a la imaginación.
Así se paseó Bormann por
los campos durante los 4 años que ejerció como supervisora, buscando de entre
todas alguna víctima con la que jugar, alguna mujer a quien mutilar y alguna a
quien desgarrar. Teniendo en cuenta que su trabajo podía desembocar en hasta 500 muertes diarias, es de
recibo decir que varios cientos de los 50.000 difuntos de Bergen-Belsen y del
millón y medio de Auschwitz (cifras titubeantes estas por cuanto los nazis, por
ejemplo, no contabilizaron aquellos muertos que no llevaban un número de serie)
fueron los cientos de Bormann. Una muerte, sólo una, ya pesa desmesuradamente
sobre las costillas de alguien que se considere ser humano.
En el cadalso, con la
soga al cuello, se le oyó decir que también ella tenía sentimientos
Juana Bormann fue
apresada después de que las tropas británicas liberasen el campo de
Bergen-Belsen en 1945. La comadreja se volvió presa, pero sólo
con la acepción de cautiva. Ante el tribunal le faltó valor para aceptar sus
delitos cuando fue el poderoso quien juzgaba: «Yo, ni sabía lo que era una
porra de goma hasta que estuve en la prisión de Celle cuando vi una por primera
vez en las manos de un soldado británico», aseguró.
Pero ya era tarde, y
muchos eran también los testigos. Ella fue la última en ser ajusticiada en la
horca, por detrás de Ilse Koch, la zorra de Buchenwald, la mujer que
hacía pantallas de lámparas, estuches para navajas y bolsos con las pieles
tatuadas de los reclusos, la mujer que utilizaba los dedos de los muertos como
interruptores de su residencia, la mujer que lanzaba sus perros contra las
embarazadas y chillaba de placer mientras observaba. Bormann trabajó a las
órdenes de Koch, y algo aprendería de ella. En la prisión de Hamelín,
Westfalia, Bormann se encontró con la muerte justo a las 10:38 de un viernes 13
cualquiera, de un diciembre cualquiera de 1945.
La muerte sobrecoge,
más cuando pisa los talones. El fin de la vida tiene la facultad de hacer
temblar incluso al hueso que no quiere hacerlo. No tiene más remedio. Pero
algunos hay que la maltratan y que se acostumbran a ella hasta que se aturde; entonces
la muerte deja la guadaña para otros. Los hombres y las mujeres que vivieron la
historia de los campos de concentración fueron esos huesos, los óbices de la
muerte, los mártires que nunca
claudicaron, para fortuna del resto.
Autora| Virginia Mota San Máximo
Imagen| Wikipedia
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