Análisis del tiranicidio en la historia
Definirlo es fácil: según la RAE es «la muerte dada al tirano»; según Wikipedia «darle muerte al tirano». No podemos confundirnos. Pero ¿quién es un tirano? ¿Por qué matarlo? ¿Puede justificarse su muerte?
Revisemos la muerte de John Fitzgerald Kennedy. Querido para unos, su asesinato fue un magnicidio: la muerte de un personaje público. Si Lee Harvey Oswald es quién dispara, se trata de tiranicidio: asesinar al comunista y traidor en la Casa Blanca. Para la conspiración, se trata de eliminar a un individuo en el poder que frustra los planes de una élite.
Los pensadores han debatido durante siglos el derecho -y la obligación- a liquidar al tirano. Veámoslo a lo largo de la historia: cómo se ha descrito y justificado.
La teoría
La antigüedad
Para los griegos el orden político es un reflejo del orden natural, algo humano y no mitológico y da pie a reflexionar sobre el poder, el gobernante y la tiranía: tal concepto es uno de los mayores crímenes, y así se justifica la desobediencia frente a un poder opresor.
Según Polibio: «es propio de un tirano aborrecer y ser aborrecido de sus súbditos, y a fuerza de malos tratamientos exigir por el miedo un vasallaje forzado (…). Todo tirano reputa por sus mayores enemigos a los promovedores de la libertad». Plutarco asegura que «pocos tiranos escapan a una muerte violenta»; Eurípides, en Las Suplicantes, muestra la importancia de las leyes para separar democracia y tiranía. Para Aristóteles «la tiranía es una monarquía que ejerce un poder despótico sobre la comunidad política y que gobierna por medio del terror».
Para Cicerón el tirano es: «el rey injusto, y los romanos dieron siempre este nombre a todos los reyes que detentaban por sí solos una potestad perpetua sobre sus pueblos», y añade que se debe deponer inmediatamente «a los seres que con figura de hombres encubrían la crueldad de las bestias feroces». Combatir la tiranía es «la más bella de las acciones», y «hasta los hijos deben sacrificar la piedad filial a la conveniencia de la patria».
Este razonamiento concluye que la muerte del tirano -incluso se le niega a este la calidad de ser humano- es uno de los más grandes deberes de los ciudadanos, añadiendo que una sociedad sometida a la tiranía, si no la combate, no es más que un «monstruo horrible»; Cicerón asegura que cualquier medio es válido para la eliminación del tirano y si la tiranía existe, la responsabilidad y la culpa es exclusivamente de la sociedad que lo permite.
El medioevo
La Escolástica recopila las teorías sobre el tiranicidio. El poder se considera de origen divino y legitima al rey por encima de los demás, siguiendo la Epístola a los Romanos: «Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas». Este fundamento teórico es cauto y previsor, pues advierte sobre los actos contra los que ostentan el poder y la autoridad: «De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos».
Aun así se reflexiona sobre los tiranos, mediante figuras como de San Isidoro de Sevilla, Manegoldo de Lautembach y Tomás de Aquino. En ellos se justifican moralmente la resistencia, la desobediencia y la rebelión, y se concibe el uso de la violencia: es una causa justa y no más grave que el crimen del tirano al hacerse con el poder. Juan de Salisbury recomienda el tiranicidio pues un individuo asume y ejerce el poder de forma violenta, y su muerte significa que «los derechos se arman contra el que desarma las leyes».
Tomás de Aquino, en su obra Del Gobierno de los Príncipes, destaca: «así como el gobierno del Rey es el mejor, así es el peor el del tirano (…) de donde nace que de los gobiernos injustos el más tolerante es la democracia, y el peor la tiranía». La oposición al tirano debe darse de mano de la autoridad pública, nunca por mano de un individuo por sus intereses particulares: «Si pertenece al pueblo el elegir Rey, puede justamente deponer el que habrá instituido y refrenar su potestad, si usa mal y tiránicamente el poderío Real».
La modernidad
En el Renacimiento se matiza la tiranía al diferenciarse entre ex defectu tituli y ex parte exercitii: la primera hace referencia al origen en el poder y la segunda al ejercicio del mismo, dando así entrada una nueva idea, la soberanía.
Domingo de Soto, John Knox y Étienne de La Boétie, entre otros, establecen que al tirano, si se trata de un príncipe legítimo que ejerce de forma despótica, se le puede deponer, mediante juicio público. El pueblo tiene la misión de hacer respetar la ley por encima de los príncipes y, si es necesario, contra ellos. De aquí surge que el monarca ya no es una figura cuyo poder emana de Dios; sigue siendo rey, pero ya no soberano, pues esta soberanía pertenece al pueblo, y quien ostenta el poder no es más que su depositario.
En el siglo XVIII, los monarcas intentan silenciar la teoría del tiranicidio «deseando extirpar de raíz la perniciosa semilla del regicidio y tiranicidio, que se halla estampada y se lee en tantos autores, por ser destructiva del Estado», mostrando así «su aversión hacia toda doctrina que pudiera hacer tambalear su poder absoluto».
Pero, ¿qué sucede si el rey no cumple? Es entonces cuando reaparece el tiranicidio. Rosseau opina que: «no hay que tocar nunca el gobierno establecido a no ser que se vuelva incompatible con el bien público»; de darse el caso debe ser la sociedad la que actúe, pues tiene la obligación, en nombre de la soberanía, de deponer al tirano.
En la Enciclopedia Diderot y Jaucort aseguran: «entre el tirano y sus súbditos hay una guerra declarada. La corona del tirano está para quien quiera apoderarse de ella», rebaten el carácter divino de la monarquía: «que vuestra sumisión sea razonable» e insisten en la idea de soberanía: «el príncipe no puede disponer de su poder y sus súbditos sin el consentimiento de la nación. El gobierno jamás puede ser arrebatado al pueblo, a quien únicamente pertenece en esencia y en plena propiedad». Voltaire alaba el sistema inglés: «el único que regula el poder de los reyes resistiéndoles y que ha establecido ese gobierno sensato». A pesar de esto, en tono pesimista sentencia: «¿Qué hacer? Me temo que en este mundo estemos reducidos a ser yunque o martillo».
La legitimación del terror
Durante el siglo XIX, partiendo del tiranicidio, se desarrolla una justificación de la violencia para así realizar un cambio radical en la realidad política. Es el inicio del terrorismo.
Peter Karl Heinzen en Asesinato y Libertad, establece el terrorismo como un asesinato político justificado. En Catecismo del Revolucionario, Sergei Nechaiev, fomenta la violencia, la destrucción de la sociedad burguesa y el orden existente; Sergei Kravchinski opina que solo el terrorismo, puede convencer al poder de la necesidad de introducir reformas democráticas. Gerasim Romanenko considera el terrorismo no solo efectivo, sino humanitario, pues produce un número de víctimas menor que la lucha de masas.
Así se define el asesinato político como un ataque al poder, vinculándose con el anarquismo: atentados cuyos objetivos son Jefes de Estado y de Gobierno. Los terroristas consideran que todo gobernante es un tirano, así justifican la muerte de los enemigos del pueblo. Rechazan los atentados indiscriminados y se centran en las figuras destacadas del poder político en esta estrategia.
Omito, deliberadamente, otros tipos de terrorismo: los que haciendo alusión a unos ideales o propuestas políticas, atentan contra la población civil de manera indiscriminada. No considero que sean parte de la teoría del tiranicidio, sino que simplemente expanden el terror sin ningún tipo de consideración.
La historia
La muerte de César
William Shakespeare -inspirado por Suetonio- escenifica la muerte de César con la puñalada final de Bruto y las últimas palabras del dictador: «Et tu, Brute?».
Tras su victoria en la Galia, César regresa convertido en un héroe. Hay que matizar dos aspectos: uno de los motivos de la campaña viene por las deudas para ser elegido praetor urbanus; por otra parte se convierte en comandante de un ejército más leal a su persona que no a la República, lo que suscita más recelo que no tranquilidad.
La victoria de César en la guerra civil lleva al Senado a nombrarle dictador por un plazo de diez años. En un acto de benevolencia perdona a la mayoría de senadores que se han enfrentado a él, hecho erróneo ya que la mayoría de ellos participan en su muerte, junto a hombres que han servido bajo las órdenes del dictador. ¿Por qué matan a César? Sean rivales o allegados, afirman salvar la República: sus instituciones se han vaciado de todo poder y, buscando detener el curso de los sucesos, conjuran contra César y deciden matarlo.
Roma queda atontada, sin decidir si esto supone el comienzo de una nueva guerra civil o los festejos por la muerte de un tirano. Y es que a pesar de las razones que exponen los senadores en el complot, el pueblo -que ha recibido el favor de César- y sus allegados -Marco Antonio, por ejemplo- tienen una visión distinta.
¿Quién de ellos lleva razón? ¿O están todos equivocados?
La ejecución de Carlos I
La dinastía de los Estuardo, siguiendo la tendencia en imponer el absolutismo -como en la mayoría de Europa-, llega al límite con Carlos I.
Tras once años sin convocar las Cámaras, el rey quiere reunir el Parlamento y exigirle el dinero necesario para restaurar el catolicismo; la propuesta es rechazada, a no ser que cambie su forma de gobernar. Estalla así la guerra civil entre los partidarios del monarca y los parlamentarios; su fin se da con el juicio y ejecución de Carlos I, el exilio de su hijo Carlos II, y la sustitución de la monarquía inglesa por la Commonwealth y, más tarde, con el Protectorado de Oliver Cromwell, líder de los parlamentarios.
Carlos I es visto como un tirano al que se derroca por el bien común: «el mencionado Carlos Estuardo, en cuanto tirano, traidor, asesino y enemigo público del generoso pueblo de esta nación, deberá ser condenado a muerte, separándole la cabeza del cuerpo». Así se modifica el proceder del rey, que requiere del consentimiento del Parlamento y de su pueblo para gobernar; no se trata de solventar quién manda en el estado, sino cómo.
La ironía se encuentra en Cromwell, quien debe sofocar distintas rebeliones en su contra: los que quieren el retorno de la monarquía, y los que quieren librarse de la imposición del puritanismo religioso. Cromwell reclama el mando supremo, cosa que el Parlamento le niega, a lo que responde con un golpe de estado: junto a sus soldados entra en salón de sesiones, lo desaloja y cuelga un cartel en el que pone: «Esta casa se alquila». Dueño absoluto del poder -el mismo motivo por el que se enfrenta al finado Carlos I- sucumbe a la paranoia y el miedo: no se atreve a salir sin llevar coraza e ir armado y acompañado de escoltas. Quizá teme que se le ejecute usando sus propios argumentos: «tirano, traidor, asesino y enemigo público».
Auguste Vaillant y el terror
Vaillant tiene una infancia miserable y una vida que no es mucho mejor: condenas a los trece años por pequeños delitos -robar comida- y una suerte de empleos casuales que apenas le permiten mantener a su esposa y su hija.
Preocupado con la pobreza y las condiciones de vida, Vaillant frecuenta los círculos anarquistas, y no tarda en ser un militante. Conoce así la teoría sobre el uso de la violencia, y la propaganda por el hecho: una estrategia de ataque que no busca directamente el terror y víctimas, sino inspirar a otros a la acción. Este terrorismo se centra en Francia en atacar a la burguesía y el estado, a los que se hace responsables de la miseria, la desigualdad y la explotación. Tras el atentado de Ravanchol y la dura represión del gobierno contra los obreros en general, Vaillant decide atentar: arroja una bomba en la Cámara de diputados, hiriendo a unas cincuenta personas.
Durante el juicio Vaillant justifica la violencia en favor de una nueva sociedad: «Tuve la satisfacción de golpear esta sociedad maldita donde se puede ver que un solo hombre gasta inútilmente lo suficiente como para alimentar centenares de familias; una sociedad infame que permite a unos pocos individuos monopolizar la riqueza social. Cansado de llevar esta vida de sufrimiento y cobardía, llevé esta bomba hasta aquellos que son los principales responsables por la miseria social».
En el terrorismo de Vaillant, encontramos las mismas justificaciones de fondo que otros han utilizado para ejercer o teorizar sobre el tiranicidio.
Hace unos pocos días
Una especie de feria de lo macabro en Misrata: Gadafi y su hijo Mutasim grabados en vídeo, mientras sus cadáveres cuelgan en una cámara frigorífica. No es nada nuevo: Mussolini y su amante, colgados cabeza abajo; el matrimonio Ceaucescu, en el suelo tras ser fusilados en Rumanía; Samuel Doe, ejecutado en Liberia, mientras una cámara filma su muerte.
Mustafa Abdel Jalil, el líder del Consejo Nacional de Transición, pronuncia un discurso en Trípoli tras la muerte de Gadafi, y muchos libios se preguntan por qué no lo hace en otras ciudades que también han luchado. Afirma que la sharia inspirará la nueva legislación, y muchos libios se preguntan por qué toma una decisión que no le corresponde. Las razones políticas de Abdel Jalil, tienen que ver con el origen de los grupos rebeldes y su ideología. La respuesta a por qué se cree legitimado para decidir en solitario el futuro de Libia está relacionada con la teoría y la práctica del tiranicidio.
Puede que Abdel Jalil esté de acuerdo con Lorenzino de Médici y su idea de «liberar a la patria»; que como el florentino esté atrapado en el dilema de decidir si el tirano es más culpable por sus maldades que el pueblo por soportarlas. O puede que, como Cromwell, decida el orden que sucede al tirano sustentándose en la fe, sea política o religiosa. Pero puede ser también una fórmula para evitar que el autor del tiranicidio no sucumba a la sospecha de haber puesto la vida en juego por la libertad de un pueblo que no la merece, y es culpable de haber soportado al tirano. El discurso en Trípoli sugiere, que este podría ser el caso de Abdel Jalil al gritar: «Alzad bien vuestras cabezas, sois libios libres», y no «Alcemos bien nuestras cabezas, somos libios libres». El eco del dilema de Lorenzino podría ser: «Nosotros, miembros del Consejo Nacional de Transición, ya la teníamos alzada y, si ahora sois libres, a nosotros nos debéis la libertad. Haremos con ella lo que mejor convenga, según nuestro criterio». Podría ser que tenga tanto a temer como temía Cromwell.
¿A qué lleva todo esto?
Hay una reflexión sobre el tirano, el derecho a la resistencia, la rebelión y el uso de la fuerza como herramienta. Surgen conceptos como la soberanía y la legitimidad para hacer frente a un opresor. Las ideas que auspician una estrategia basada en la violencia y el terror no son originales, aunque sí lo es su justificación ideológica.
Veamos un nuevo ejemplo: Claus von Stauffenberg, contempla el ascenso de Hitler al poder, y cumple como soldado cuando llega el momento. Por distintas razones se une a los descontentos con el régimen, y considera el tiranicidio un un deber patriótico que se sobrepone al juramento de lealtad: es consciente de que será un traidor -si fracasa, claro-, pero está dispuesto a inmolarse. Unos años antes Hitler lleva a cabo la purga de las SA y la muerte de su líder Ernst Röhm, en la Noche de los cuchillos largos. De entre otras consideraciones, esta matanza se lleva a cabo porque el dirigente alemán percibe la independencia de las SA, y su violencia, como una amenaza contra su poder. Entonces, ¿Hitler realiza un tiranicidio sobre Röhm? Una nueva paradoja reside en que tras esta matanza, los que han apoyado a Hitler lo ven y temen como a un tirano.
Vivimos en una democracia en la que elegimos al partido que más nos seduce y cumplimos con nuestro derecho al voto. Imaginemos un escenario hipotético: tras unas elecciones un partido no cumple las expectativas y su presencia en el Congreso se merma considerablemente. Los principales miembros se reúnen y cuestionan el papel de su líder y la conveniencia de que siga en su puesto. Aunque no se trate de un tirano, ¿no son parecidos los argumentos para deponerlo? Se puede justificar su sustitución por el bien de este partido, o por el mal gobierno de su cabecilla, ¿no es así?
La definición de tirano obedece más a un retruécano del lenguaje y su uso, que no a una realidad objetiva. Hemos visto sus matices y sigue la misma duda que con Kennedy: ¿quién es el tirano? ¿Qué actos hacen a un tirano? Es una pregunta con demasiadas respuestas, pues depende de los puntos de vista. ¿Merece César ser apuñalado por tirano? ¿Tienen razón Marco Antonio y Augusto al vengarse de los asesinos? ¿Es Bruto un héroe al matar a César? ¿Es justa la ejecución de Carlos I? ¿No comete Cromwell el mismo crimen que el tirano al que manda ejecutar?
Las certezas inamovibles sobre el tirano y el tiranicidio no son unas reglas estrictas, sino una suerte de palabrería y jurisprudencia. Pueden llevar razón, o pueden ser demagogia.
Autor| Roger Mesegué Gil
Vía| Roger Mesegué Gil
Imagen| La Red 21
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