En 1670, Carlos II concede a la Compañía el derecho a «capitanear ejércitos, declarar la guerra, acordar la paz y formar alianzas»
Recreación de los uniformes de los Casacas Rojas |
Este texto es parte de un trabajo de
mayor envergadura sobre los mercenarios. Lejos de tratar la figura de los
soldados de fortuna, el artículo se centra en el uso que de ellos han hecho
diversos estados a lo largo de la Historia.
En concreto aquí se presenta el uso de
una parte del ejército británico, los Casacas Rojas, por parte de una compañía
privada, con el beneplácito del gobierno británico.
Finalmente se hilan unas conclusiones
y se plantean unas pocas preguntas.
Una
iniciativa económica privada
En el año 1600 Su Graciosa Majestad Isabel
I, otorga el monopolio del comercio
con Asia a una sociedad privada de inversores, la Compañía Británica de las Indias
Orientales, mediante la Carta Real que Jacobo I -en 1609-,
renueva por un tiempo indefinido.
El éxito de la Compañía es arrollador: el comercio del té, seda, porcelana y
especias, le posibilita crear el primer
punto de intercambio permanente en la India y establecer su primera fábrica;
los beneficios económicos son enormes. Esta
sociedad choca con los intereses de los holandeses, cuya presencia en la zona es
anterior; tras una suerte de éxitos
militares y acertadas maniobras diplomáticas, los ingleses se imponen,
pudiendo así comerciar en todos los puertos, y elevando el número de sus
fábricas hasta 23.
En 1670, Carlos II concede a la Compañía
el derecho a «capitanear ejércitos,
declarar la guerra, acordar la paz y formar alianzas, así como la jurisdicción
civil y criminal en todas las zonas en las que está presente»; de esta
manera gobierna de manera autónoma, la India, Birmania, Singapur y Hong Kong. tras
la Guerra de los Siete Años, Francia
pone fin a su presencia comercial en Oriente, lo que conlleva que los ingleses
tengan en sus manos el monopolio comercial.
Suprimidas las resistencias locales, la Compañía
se consolida como la fuerza y autoridad superior en la zona. El despliegue militar, así como la defensa
de sus intereses, se realiza mediante los Casacas Rojas, la herramienta de su
política comercial.
A pesar del éxito de la empresa, sus
cuentas no van bien: Gran Bretaña demanda en gran número productos que produce
China, sin embargo esta apenas consume productos británicos; el déficit comercial es enorme para la Compañía, y además debe pagar los
productos chinos con plata. La
apuesta por este metal precioso no es ningún capricho: a diferencia de otros valores,
la plata mantiene su cotización estable, por lo que es un bien muy codiciado.
Es entonces cuando algún despierto y brillante emprendedor da con la solución
al déficit y la falta de plata: el comercio
del opio.
Desde el siglo XVI, por mano de los
españoles, el opio llega a China; en el siglo XVII son los holandeses quienes
se adueñan del tráfico, hasta que la Compañía
lo monopoliza. Los británicos producen masivamente opio en la India -de 15
toneladas en 1730 a 75 toneladas en 1773-, previendo los beneficios: unas ganancias del 400%. Aunque una parte de
la producción se destina a Gran Bretaña y a sus emblemáticos fumaderos, la
mayoría se destina a China, un mercado con enorme potencial.
El circuito comercial se establece de
la siguiente manera: se cultiva opio en la India y se vende a China a cambio de
plata; se pagan con este opio las mercancías que demanda Gran Bretaña; estas
mercancías se distribuyen en la metrópolis y las colonias, también a cambio de
plata. Gracias a la Carta Real, las
maniobras políticas de la Compañía,
la visión de un emprendedor y la fuerza de los Casacas Rojas, se revierte
el déficit y entra plata a raudales en las arcas, todo gracias al tráfico de
drogas. Aunque moral y éticamente reprochable, no hay duda que la maniobra
es brillante, desde el punto de vista comercial.
Esta situación origina las Guerras
del Opio, pues China prohíbe la venta y el consumo de la adormidera dado
el gran número de adictos. La victoria británica
-su poder militar es aplastante- tiene el dudoso honor de inaugurar la Diplomacia
del cañonero: un eufemismo que describe la presión a un enemigo muy inferior,
al que se fuerza a pactar tras bombardear sus puertos y ciudades. China firma
los Tratados
Desiguales, por los que abre los puertos al comercio y cede Hong Kong. Se
añade la ironía de que China debe indemnizar a la Compañía con un total de diez millones de teales de plata,
compensar a los comerciantes británicos y, además, tolerar el comercio de opio.
Tras la Revuelta de los Cipayos
el gobierno británico retira a la Compañía
el monopolio comercial y la administración territorial. A principios de 1860,
todas sus posesiones pasan a manos de la
corona, aunque la Compañía sigue
controlando el comercio del té, hasta que se disuelve el 1 de enero de 1874.
Hasta aquí se describe el recorrido de
una iniciativa comercial privada que, debido a sus acertadas maniobras y éxitos,
crea un enorme imperio independiente. El gobierno británico, hereda -ya en el
siglo XIX- el mando sobre una quinta parte de la población mundial.
Una
iniciativa militar privada
La Compañía
pasa de ser una pequeña empresa comercial, a convertirse en un leviatán que
controla sin restricción gran parte del Imperio Británico. A pesar de sus
aciertos, su fulgurante carrera podría haberse visto comprometida de no contar
con una fuerza militar. Y es aquí donde entra en juego un aspecto concreto de
la idiosincrasia de los Casacas Rojas.
Hagamos un ejercicio de imaginación y
creemos a un caballero británico, de nombre lord Flashheart. Como gentleman
acomodado, diletante y educado en Oxford, tiene ante sí diversas opciones en
que invertir unos años de su vida, para luego poder contar jocosas anécdotas a
sus colegas en algún prestigioso club londinense. Lord Flashheart duda entre
pasar sus días como un dandy calavera
a imitación del literario Dorian Gray; puede aventurarse en la desconocida
África como un Allan Quatermain de carne y hueso; acaricia la posibilidad de ponerse
un saracof y hacer de arqueólogo en Egipto; o, siguiendo la estela de un
antepasado, dedicarse a la carrera de las armas. Y es esta última la opción que
elige nuestro gentleman, a pesar de que su educación
militar es nula y lo único que conoce sobre el combate es la experiencia
adquirida tras un duelo a pistola, debido un incierto accidente sobre una
partida de cartas y unas supuestas trampas.
A sus treinta años lord Flashheart no
tiene ya edad para empezar una carrera en el ejército así que, gracias a su
posición social y económica, decide comprar
el rango militar a un compañero de universidad, acuciado por las deudas
contraídas por las malas apuestas en los deportes de caballeros de dudosa
legalidad: luchas de perros y combates de boxeo. Nuestro querido lord
Flashheart se convierte, en un instante, en un flamante oficial de los Casacas Rojas y decide trasladarse a la
India, donde son muchos los que saborean la gloria. Él sabe que la Compañía puede crear sus propias fuerzas armadas y disponer de ellas, por lo
que una vez en la India se pone a su servicio. Como oficial, nuestro gentleman
recluta a los soldados necesarios para crear un regimiento, y lo pone a
disposición de una empresa privada para sus propios fines, aunque teóricamente
este regimiento sea parte del ejército británico y, por tanto, esté bajo el
mando del gobierno.
Una
iniciativa dudosa
Una duda que se puede plantear es si lord
Flashheart es un soldado, o un mercenario.
«Un soldado», afirmamos, ya que es un oficial del ejército británico. Sí, pero
no lo es del todo, pues como miembro de los Casacas
Rojas rinde cuentas únicamente ante la Compañía,
y esta es totalmente independiente del cualquier poder; lord Flashheart sirve a una empresa privada y no a su
gobierno.
Al igual que con el caso de los
corsarios, el gobierno firma una autorización, recibe su parte del botín y no
invierte absolutamente nada. Un negocio redondo. Pero es distinto el caso de Francis Drake atacando Cádiz, que el
caso de la Compañía haciendo y deshaciendo una parte del mundo a su antojo.
Tampoco el fondo de la fuerza es el mismo: los barcos de Drake son suyos y de
sus allegados, y no la flota real. En el caso que nos ocupa, se trata de
convertir una estructura estatal,
como lo es el ejército, en una contratista militar privada -el término, políticamente correcto, para referirse a
empresas que proporcionan mercenarios-.
Nuestro gentleman se encuentra en la
misma situación que el general Smedley
Butler, tal y como describe en su libro
La guerra es un latrocinio: «He
servido treinta años en los Marines,
y tengo el sentimiento de haber actuado durante todo ese tiempo de bandido al
servicio de las grandes empresas de Wall Street y sus banqueros. En una
palabra, he sido un pandillero al servicio del capitalismo. (…) Fui premiado
con medallas y ascensos; cuando miro atrás considero que podría haber dado
sugerencias a Al Capone. Él, como
gánster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como Marine, operé en tres continentes».
Tanto lord Flashheart como Butler,
llegado este punto, pueden tener la sospecha -o la certeza-, de verse como unos
mercenarios. Legalmente, y como se describe
en la Convención de Ginebra, un mercenario es una persona que ha sido
reclutada con el fin de luchar en un conflicto armado, toma parte directa en
las hostilidades y no es miembro de las fuerzas armadas de ninguno de los
contendientes en el conflicto. Dos de tres, a favor de la Compañía. ¿Qué regusto nos deja ahora la estrategia comercial de
esta? No parece muy distinta de la táctica gánster que denuncia el ex Marine.
¿Podría darse el caso que algunas
empresas, como por ejemplo Google, Inditex
o Peugeot, se sirvieran de los
ejércitos de sus estados en sus estrategias de expansión? Si algunos soldados
llegan a perder la perspectiva, si algunos obedecen
a la empresa privada por encima del estado, ¿qué podría llegar a ocurrir?
¿O nunca ocurriría nada?
Que una compañía privada, que unos
pocos individuos, puedan reclutar y servirse de un ejército de un estado, es
algo que puede dar mucho miedo. Podemos pensar que pertenece del pasado, y que
hemos aprendido lo suficiente para evitarlo. Puede ser que sí. Claro que
podemos plantearnos los vínculos entre determinados gobiernos, algunas empresas
y contratistas militares privados. Así encontramos, por ejemplo, los intereses
que unen a la Corporación Monsanto, el Pentágono y la contratista Academi; y también los nexos entre esta
última, miembros de la administración Bush -Donald Rumsfeld y Dick Cheney- y la
industria armamentística norteamericana.
No he encontrado una mejor reflexión a
este problema, que estas palabras de George R.R. Martin:
- «¿Os dejo con un acertijo, lord
Tyrion? En una habitación hay tres grandes hombres: un rey, un sacerdote y un hombre
rico. Frente a ellos se encuentra un mercenario y, cada uno de los hombres,
quiere que mate a los demás.
- Mátalos
-dice el rey-, porque yo soy tu legítimo gobernante.
- Mátalos
-dice el sacerdote-: te lo ordeno en el nombre de los dioses.
- Mátalos
-dice el rico-, y todo este oro será tuyo.
Y decidme... ¿Quién vive y quién
muere? ¿A quién obedecerá el mercenario?
- Le he dado algunas vueltas -reconoció Tyrion-. El rey, el sacerdote, el
hombre rico... ¿Quién vive y quién muere? Todo depende de cómo sea el
hombre de la espada. Es un acertijo sin respuesta; mejor dicho, con demasiadas
respuestas.
- Pero, en
realidad, el hombre de la espada no es nadie -señaló Varys-. No tiene corona,
ni oro, ni el favor de los dioses, sólo un trozo de acero afilado.
- Ese trozo
de acero es el poder de la vida y la muerte.
- Exacto.
Pero, si quien nos gobierna en realidad es el hombre de armas, ¿por qué
fingimos que son nuestros reyes los que tienen el poder? ¿Por qué un hombre
fuerte con una espada se plantearía jamás obedecer a un niño rey como Joffrey,
o a un idiota borracho como su padre?
- Porque
esos niños reyes y esos idiotas borrachos pueden llamar a otros hombres
fuertes, con otras espadas.
- Entonces
serían esos otros guerreros los que en realidad tendrían el poder. ¿O no? ¿De dónde
salen sus espadas? ¿Por qué obedecen? -Varys sonrió-. Hay quien dice que el
conocimiento es poder. Hay quien dice que el poder deriva de los dioses. Otros
dicen que el poder lo da la ley.
- ¿Vais a decirme la respuesta del
puto acertijo o solo queréis empeorarme esta jaqueca? -Tyrion inclinó la cabeza
hacia un lado-.
- De acuerdo -dijo Varys sonriendo de nuevo-, ahí va: el poder
reside donde los hombres creen que reside. Ni más ni menos.
- Entonces, ¿el poder es una farsa?
- Una sombra en la pared -murmuró
Varys-. Pero las sombras pueden matar».
Autor| Roger Mesegué Gil
Vía|
Roger Mesegué Gil
Imagen| Wikimedia
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