Almogávares en Mallorca, siglo XIII. |
Allá por 1282, los partidarios del Papa, los güelfos, habían aupado al trono de la isla a un insolente francés bastante libertino que vivía en una francachela permanente en vez de dedicarse a mejorar la calidad de vida de sus súbditos. Este sujeto, se llamaba Carlos de Anjou. En el lado contrario estaban los gibelinos, que conspiraban sin mucho éxito contra el advenedizo monarca galo. Pedro III que era el rey aragonés por aquel entonces seguía de cerca el conflicto a través de una tupida red de espionaje muy bien engrasada, y cuando la cosa se puso fea de verdad en aquella isla mediterránea, se sacó un as de la manga para poder dar rienda suelta a su vena conquistadora que se estaba quedando un poco anquilosada, y reclamó sus derechos dinásticos que por arte de birlibirloque le cayeron tras un afortunado rebote.
La Casa de Barcelona a la que pertenecía el monarca, stricto sensu no tenía derechos sobre la isla, pero el rey aragonés que estaba casado con una alemana de impronunciable nombre, una tal Constanza de Hohenstaufen, sí que los tenía, por lo que se puso manos a la obra y reclamó ipso facto sus derechos dinásticos. Se inventó uncasus belli un pelín prefabricado y metido con calzador y declaró la guerra a los franceses, guerra que ganó por goleada. Sería un paseo militar que le proporcionaría fama imperecedera y el merecido título de Pedro el Grande. A este hecho de armas y sus prolegómenos se le conocería más tarde y hasta hoy como las Vísperas Sicilianas, y daría paso a una dilatadísima presencia española de cinco siglos de duración en el sur de Italia.
La infantería más terrible de la época.
Para esta fulminante victoria, Pedro el Grande utilizaría un “arma secreta” que se había demostrado imbatible en los campos de batalla y que pasaría a la historia de los anales militares como las Compañías de Almogávares, conocidas también por su variante de Compañías Catalanas.
Los almogávares se caracterizaban entre otras cosas por no llevar jamás impedimenta, lo que suponía una logística cero, al margen de las armas indispensables para sus originales y extremas tácticas de combate. Estrategia y táctica eran un arte de fusión y un todo indisoluble en su mente de combatientes, se movían casi al unísono y no había una cadena de mando como tal, pues la operativa les imponía la supresión de muchos mandos intermedios lo que se traducía finalmente en flexibilidad y elasticidad en el combate.
Llegaron a ser la infantería más temible de su época con una diferencia abismal sobre cualquier adversario. Eran tropas ligeras de sorprendente agilidad sometidas a una disciplina férrea, no daban cuartel en el combate y vivían del saqueo al adversario, al que aniquilaban sin más preámbulos. No hacían prisioneros y, por debajo de los diez años, cualquiera que fuera la edad del vencido, era borrado del mapa sin más contemplaciones.
Sin armadura, casco, escudos o cotas de malla, se lanzaban al combate casi de forma mística como los antiguos inmortales persas. Reclutados muy jóvenes en los valles pirenaicos y en Navarra, su parco equipo de combate se limitaba a una lanza que portaban en bandolera, las famosas azconas (lanzas muy cortas) de alta penetración y un afilado chuzo que desguazaba literalmente al interfecto que se cruzaba en su trayectoria dejándolo hecho literalmente papilla. Su mera presencia en el campo de batalla era sencillamente estremecedora.
Al encuentro del turco.
A la muerte de Pedro el Grande, Federico III se encontraría con el serio problema de la desmovilización de este aguerrido y belicoso cuerpo de ejército que con su épica de combate había trascendido fronteras. Tocando a su fin la aventura siciliana, los almogávares se encontraban en una encrucijada: o desmovilizarse o seguir de marcha.
En aquel entonces, Andrónico II, era el emperador de Bizancio. Los turcos estaban a tiro de piedra de Constantinopla, y la existencia del Imperio estaba en entredicho. Habida cuenta de que la situación era más que amenazadora, mandó correos para contactar con Roger de Florque a la sazón era el caudillo de los almogávares. Roger de Flor era el prototipo de mercenario con más ingredientes que una paella. Había sido templario, cruzado en San Juan de Acre y pirata a destajo en sus horas libres.
Con estos mimbres, un heterogéneo conjunto de siete mil hombres y mujeres con prole incluida (según otros historiadores algo menos de tres mil) se dirigió a Constantinopla a escribir una de las gestas militares que quedaría indeleble en la historia. Entonces, la Gran Compañía Catalana de Almogávares, o Societate Catallanorum, se dirigió sin dilación alguna al encuentro con el turco.
A pesar de que las fuerzas encontradas eran más que desiguales (los turcos triplicaban en número a los aragoneses), al grito de "Desperta, ferro!” los anatolios después de una monumental escabechina, pusieron pies en polvorosa y la masacre fue de antología. Más de 13.000 muertos pasaron a formar parte de la nómina de los espíritus desubicados.
La ‘venganza catalana’.
Un año más tarde, las tropas aragonesas que habían arrumbado al extremo este del mediterráneo se habían convertido en una pesadilla. Siete mil almogávares se enfrentarían a cerca de cuarenta mil turcos en las faldas del Monte Tauro. Tras invocar a Allah vehementemente unos y los otros al grito de “Desperta ferro” la liaron parda. Una vez más, los turcos se dieron a la fuga tras una memorable estampida que dejaría a casi la mitad de los asiáticos preparados para un tránsito irreversible. Esta batalla es una de las más documentadas que existen y aquella triste carnicería no prestigia a la condición humana pero por ser, fue así.
Tras esta visita a domicilio, los almogávares retornaron a Constantinopla y después de una copiosa cena regada abundantemente con un morapio retocado con tranquilizantes, la guardia alana del emperador les daría una sorpresa a los postres en forma de visado para la eternidad. Era el 5 de abril de 1305. ¿Qué había ocurrido? Pues muy sencillo. Esta imparable tormenta divina estaba creando alborotos por donde pasaban y empezaban a ser unos invitados molestos. Por esa razón, lo más granado de la jefatura de esta tropa de élite sería pasada a cuchillo sin más preámbulos por su peculiar anfitrión.
La tropa al enterarse de la artera traición bizantina, abandonaría su campamento en Galípoli arrasando todo lo que se ponía por delante sin dejar títere con cabeza, lo que se conoce como la llamada “venganza catalana”. Guiados por los Berengueres, (el de Rocafort y el de Entença) y después de quemar sus naves en el Bósforo para dejar fuera de la ecuación una posible retirada, masacrarían los restos del ejército bizantino logrando encerrar a Andrónico tras las murallas de Constantinopla, de las que no saldría durante una buena temporada. Mientras, el reino se le caía a pedazos.
El monstruo ‘katalan’.
Después de saquear Grecia a conciencia y mermados sensiblemente, sólo respetarían los maravillosos monasterios de Athos en la Calcidica. Además, para más inri pasaron a cuchillo a más de tres mil genoveses que plácidamente se dedicaban al mercadeo. ¿Por qué? Además de ponerse hasta las trancas de aguardiente, la discusión devino en pelea multitudinaria por algo tan banal como que la indumentaria de estos marinos era bastante dispar y alejada del austero modelito almogávar, que obviamente era el patrón de referencia, y algo más masculino al entender de los bizarros y montaraces aragoneses.
Reunidos en “conclave” tras el descabezamiento de su dirección, muertos sus líderes formaron un consejo de gobierno, el Consell de Dotze, y se pusieron al servicio de los barones francosque estaban instalados en la región Tracia desde los tiempos de las Cruzadas. El caso es que como mercenarios que eran, el cobro de la soldada era indispensable para carburar una fluida actividad bélica. Por aquel entonces, a uno de los caudillos francos le asaltó la amnesia y se le olvidaría liquidar la soldada a estos abnegados combatientes, lo que le costaría una separación fulminante de la cabeza. A continuación, asesinaron a los barones y se quedaron con sus haciendas, sus castillos y sus mujeres. Ya más calmados y tras un ataque de inspiración, crearian dos ducados nuevos bajo franquicia aragonesa; el de Atenas y el de Neopatria.
Para entonces, el territorio de la Tracia lo habían dejado como un erial. Durante un siglo la frontera más lejana de Aragón estarían a tres mil kilómetros del Ebro gracias a la asombrosa gesta de unos tercos y desaliñados barbudos. Todavía hoy persiste el recuerdo de la terrible “venganza catalana” encarnada en la figura del ‘Katalan’, un gigantesco guerrero sediento de sangre que se usa en los países balcánicos para disuadir a los niños de hacer travesuras o de que incordien, algo así como si en los países bajos mentas a las criaturitas al Duque de Alba. Además la palabra ‘Katalan’ en albanés significa “monstruo”. En Bulgaria y Grecia a día de hoy las palabras Katalan e hijo de Katalan tienen unas connotaciones que no es preciso comentar, pero entre las acepciones más suaves, se puede decir que aluden a un "hombre malvado, sin alma”.
Es una pena que los libros escolares en lo tocante a esta fascinante disciplina que es la historia tengan la memoria casi siempre adulterada. En vez de actuar como relatos sesgados o como agujeros negros que fagocitan sanas aproximaciones desde las periferias, podrían proponer puntos de vista para elucidar lo que pudo ocurrir y reducir así la horquilla de lo especulativo. No hay nada más rico, ecléctico, dispar y contradictorio que la historia, disciplina fascinante pero muy alejada del terreno de la matemática.
La verdad no es otra cosa que una entelequia y los historiadores, esforzados músicos con intención de interpretar la pieza sin desafinar.
Vía: El Confidencial
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