Tigres de dientes de sable y hienas gigantes acecharon hace 1,4 millones de años a un niño de 10 años cuya muela de leche fósil acaba de aparecer en el yacimiento granadino de Orce.
La muela de leche hallada en el yacimiento de Orce. |
Hace 1,4
millones de años, una niña miró al cielo. Los buitres volaban en círculos a lo
lejos. Su grupo familiar, compuesto por hombres corpulentos y mujeres sometidas
a ellos, echó a andar de inmediato. La presencia de las aves carroñeras sólo
podía significar que debajo de ellas había carne. Tenían que darse prisa. Había
que llegar antes que las hienas gigantes.
Era de día y
hacía un calor húmedo por la cercanía del inmenso lago de Baza, que en aquel
tiempo dominaba la zona antes de derramarse como un plato de sopa inclinado y
acabar en el océano Atlántico a través del río Guadalquivir. Tras una breve
caminata, el grupo alcanzó a los buitres. Estaban dando cuenta del cadáver de
un gigantesco hipopótamo, de unas tres toneladas, abandonado por un tigre de
dientes de sable después de destriparlo.
La familia de
la niña empezó a estallar rocas para obtener lascas con las que descuartizar al
hipopótamo. Pero llegaron las hienas, de más de 100 kilos cada una. La pequeña,
como los demás, cogió una piedra y se la lanzó a una de ellas. Por un momento
sólo había polvo, gritos humanos y risotadas de hiena. Hasta que huyeron. Todavía
con el susto en el cuerpo, la chavala, de unos 10 años, se llevó la mano a la
boca. Una muela de leche se acababa de desprender por completo de su encía. Y
la escupió al suelo.
“Paleopoesía”.
Este relato,
como le gusta decir con sorna al paleontólogo Paul Palmqvist, es simplemente
“paleopoesía”, pero es verosímil y sus principales elementos son ciertos. El 29
de julio de 2002, cuando en el mundo se hablaba de la cuarta victoria de Lance
Armstrong en el Tour de Francia y el papa Juan Pablo II afirmaba sentir
“vergüenza” por los casos de curas pederastas en la Iglesia católica, el equipo
de excavación del yacimiento de Barranco León, en Orce (Granada), desenterraba
un extraño diente, sepultado durante 1,4 millones de años.
“Recuerdo perfectamente el día en que
apareció”, rememora el paleontólogo Bienvenido
Martínez Navarro. Al principio, no le dieron importancia. Orce vivía
con una especie de maldición desde 1982, cuando aparecieron los restos del
cráneo de un supuesto Hombre de Orce, que habría vivido allí hace un millón y
medio de años. Hasta el grupo punk Siniestro Total se preguntaba “¿Es fiable el
carbono 14? ¿Es nuestro antepasado el Hombre de Orce?” en su canción ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?.
En 1987, sin embargo, dos de los codescubridores del cráneo dieron marcha atrás
y admitieron su equivocación: se trataba de un caballo. El error dio la vuelta
al mundo y en seguida se rebautizó el hallazgo como el Burro de Orce. La
revista satírica El Papus publicó entonces en su portada el dibujo de un
hombre desnudo con cabeza de borrico y un hueso en la mano que
decía: “Zoy ezpañó, cazi ná”.
“No quise
creerme que el diente fuera humano”, explica Martínez Navarro sobre sus
sensaciones aquel 29 de julio de 2002. Pensó que podía tratarse de un cerdo. En
Orce han aparecido unos 25.000 restos fósiles de grandes mamíferos. “Decidimos
ser muy prudentes y el diente estuvo guardado durante años”, detalla. Ahora,
tras otros tantos años de investigación, sus descubridores han abandonado la
prudencia. El diente, una muela de leche perteneciente a un niño o a una niña
de hace 1,4 millones de años, es “el fósil humano más antiguo de Europa”, según
titulan el estudio de la pieza, publicado en la
revista especializada Journal of
Human Evolution. Es el primer europeo conocido, 200.000 años más
antiguo que la mandíbula de una abuela hallada en la Sima del Elefante, en
Atapuerca (Burgos), que otros humanos descuartizaron y devoraron hace 1,2
millones de años antes de tirarla a un pozo.
A
pedradas.
Martínez
Navarro sabía que en Orce, tarde o temprano, aparecerían verdaderos restos
humanos de 1,4 millones de años. Ya habían desenterrado toscas herramientas de
piedra empleadas para descuartizar animales o fracturar sus huesos para acceder
al sabroso tuétano. Los yacimientos estaban llenos de restos de ciervos
gigantes, hipopótamos, rinocerontes, bisontes y enormes caballos con marcas de
haber sido devorados por humanos.
La
vida de aquel niño de 10 años no debió de ser sencilla. Los alrededores del
lago de Baza, con unos 50 kilómetros de longitud, estaban entonces infestados
de hienas gigantes, tigres de dientes de sable, osos de gran tamaño, guepardos
gigantes, jaguares, pumas y Homotherium, un género de felinos del
tamaño de un león. “Los grupos humanos debieron de ser lo suficientemente grandes
como para resultar peligrosos para los carnívoros”, conjetura Martínez Navarro.
“Se defendían a pedradas”, señala este investigador del Instituto Catalán de
Paleoecología Humana y Evolución Social, que presume de una herida de guerra en
la cabeza de cuando jugaba de niño a pedradas con sus amigos en Piqueras, su
diminuto pueblo de la comarca de Molina de Aragón, “donde hace un frío no apto
para homínidos del Pleistoceno Inferior”.
Y lo del frío
no es un chascarrillo. El clima de la región hace 1,4 millones de años era más
cálido que en la actualidad. Y en la zona no hay cuevas. “Dormían al raso, bajo
los árboles o en sus copas”, apunta Martínez Navarro, que ha dirigido el
estudio de la muela junto a Isidro Toro,
director del Museo Arqueológico de Granada.
El
Ratoncito Pérez.
El investigador José María Bermúdez de Castro,
codirector de los yacimientos de Atapuerca,
recuerda el día de 2008 en el que Toro llegó a su despacho en el número 28 de
la Avenida de la Paz, en Burgos, tras un largo viaje en coche desde Granada.
Llevaba el diente en una cajita. Bermúdez de Castro, experto en dentición,
llevaba años analizando restos fósiles de Orce y descartando su humanidad. Pero
aquella muela era diferente. “Mi primera impresión fue: esto es humano”,
recuerda. El diente era similar a las muelas de leche de sus hijos, que
escondía y guardaba siguiendo la tradición del Ratoncito Pérez. “No hay ninguna
especie entre los restos de Orce con la que se pueda confundir. Quizá con un
diente de babuino, pero tendría las cúspides más afiladas”, explica. La raíz de
los dientes de leche humanos, antes de caerse, se reabsorbe y forma un borde
característico. “El diente de Orce se parece muchísimo a los de mis hijos”,
admite el científico, que a lo largo de su vida ha analizado miles de dientes humanos
en el Centro Nacional de
Investigación sobre la Evolución Humana, en Burgos.
Bermúdez de
Castro cree que aquel niño perteneció a la misma especie que la abuela devorada
por caníbales en la Sima del Elefante. Allí sólo apareció un fragmento de siete
centímetros de una mandíbula, con cuatro dientes todavía engarzados, una
falange y un pedazo de un hueso del brazo con marcas de corte. Los
investigadores de Atapuerca creen que se trata de una especie desconocida para
la ciencia, predecesora del Homo antecessor que vivió hace
800.000 años también en Atapuerca. De manera provisional, la han bautizado “la
especie Ñ”.
“Con un solo
diente no podemos decir qué es, pero sería muy raro que la muela de Orce
perteneciera a una especie distinta a la de la Sima del Elefante”, opina
Bermúdez de Castro, encantado por el hallazgo en el yacimiento granadino,
aunque le haya arrebatado a Atapuerca el título de cuna del primer europeo
conocido.
Brújulas
microscópicas.
Para datar el
diente de Orce y confirmar que es 200.000 años más antiguo que la mandíbula de
Atapuerca, los científicos han recurrido a la técnica del paleomagnetismo. Hoy,
la aguja de una brújula mira al norte, pero esto sólo ha sido así los últimos
800.000 años. Si el niño de Orce hubiera tenido una brújula, su aguja habría
apuntado al sur, debido a un cambio en el campo magnético de la Tierra. En el
yacimiento de Barranco León, la muela quedó sepultada por el barro, formado por
unos minerales microscópicos que funcionan como brújulas: se orientan en función
del campo magnético. Cuando al cabo de miles de años los sedimentos formaron
una roca, estas microscópicas brújulas quedaron congeladas, marcando el campo
magnético de la época. Los estudios de paleomagnetismo muestran que las rocas
de Barranco León tienen entre 800.000 y 2,6 millones de años, el periodo en el
que las brújulas apuntaban al sur.
Los expertos
también han empleado otra técnica más precisa, basada en el fenómeno conocido
como resonancia de espín electrónico, para analizar los granos de cuarzo que
rodeaban la muela presuntamente escupida por el niño de Orce. Y la medición
apunta a los 1,4 millones de años. El método mide los efectos producidos por la
radiactividad natural en los electrones de un material. Para entender esta
compleja técnica, el paleontólogo Jordi Agustí suele poner el ejemplo de
un bañera llena de agua, que sería el grano de cuarzo lleno de electrones
libres atrapados. En el caso de la bañera, es posible saber cuánto tiempo
tardará en llenarse si se conoce cuánta agua sale del grifo y el volumen de la
bañera. En el caso del grano de cuarzo, el volumen corresponde a la cantidad de
electrones libres atrapados en su interior y el flujo de agua del grifo sería
la radiactividad natural.
Por último,
como explica Agustí, ha sido clave una técnica poco habitual: el estudio de los
topillos. El yacimiento de Orce está lleno de restos fósiles de estos roedores.
“Los topillos evolucionan muy rápidamente. Sus dientes estaban adaptados a
comer plantas gramíneas, que tienen tallos reforzados con partículas de sílice,
muy abrasivas. Los dientes fueron alargándose y adquiriendo más lóbulos a lo
largo de la evolución, como respuesta a alimentos cada vez más áridos”, explica
Agustí, del Instituto Catalán de Paleoecología Humana y Evolución Social. Los
dientes de topillos que ha estudiado en el nivel de la muela de Orce apuntalan
los datos obtenidos con los otros métodos. El niño vivió hace 1,4 millones de
años.
Un
macho con un harén de hembras
Pero, como
inquiría la canción de Siniestro Total, ¿quién era?, ¿de dónde venía?, ¿a dónde
iba? Paul Palmqvist, de la Universidad de Málaga, resume las respuestas. “Era
un buen caminante”, asegura. Palmqvist recuerda que la primera especie que
salió de África, cuna de la humanidad, fue el Homo habilis, hace
unos dos millones de años. En su viaje siguiendo el curso de los ríos y las
zonas costeras habría dado lugar al Homo georgicus, que vivió hace
1,85 millones de años en lo que hoy es Georgia. El georgicus también
reclama el título de primer europeo conocido, aunque muchos expertos dudan de
que Dmanisi, el pueblo georgiano donde han aparecido sus restos, se pueda
considerar Europa. En cualquier caso, el georgicus habría dado lugar a la
especie Ñ, que presuntamente habría colonizado Orce y Atapuerca, según la
hipótesis de los investigadores del yacimiento burgalés.
En los
chimpancés, la longitud del húmero, el hueso largo del brazo, es similar a la
del fémur, el hueso largo de la pierna. En este aspecto, los humanos de la
especieHomo habilis eran parecidos a los chimpancés. “Esta
característica permitía a los Homo habilis carroñear los
restos que los leopardos dejaban en las copas de los árboles, para que no se
los comieran las hienas”, asume Palmqvist. Pero no era el caso del niño de
Orce, que habría tenido “proporciones similares corporalmente a las de los
humanos modernos”. En su periplo fuera de África, los humanos evolucionaron
para poder llevar a cabo largos desplazamientos. “¿Cómo podrían haber llegado a
Orce si no eran buenos caminantes?”, se pregunta Palmqvist, malagueño hijo de
uno de los 10.000 matrimonios entre suecos y españoles en la Costa del Sol,
frutos delboom del turismo en la España de la década de 1960.
Palmqvist
presume que en los humanos de Orce se daría el “dimorfismo sexual brutal” que
sugieren los restos hallados en Georgia. Como ocurre en los orangutanes y en
los gorilas, los hombres de Orce habrían sido muchísimo más fuertes que las
mujeres, con todo lo que ello implica en las relaciones de género. El
investigador malagueño imagina “un macho controlando un harén de varias
hembras”, pero advierte de que esta hipótesis “es sólo paleopoesía”. Palmqvist
recuerda que de momento en Orce sólo ha aparecido esta muela de leche. Los
paleontólogos suelen decir que los cráneos fueron creados por Dios y las
mandíbulas por el diablo, en referencia a la poca información que se puede
extraer de una quijada. En este sentido, la muela de leche de Orce sería el mal
absoluto.
Vía: Es Materia
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