Por supuesto, un manuscrito. Hasta hace un
siglo, en el mercado de antigüedades de El Cairo se podían encontrar libros en
papiro con los que revolucionar la historia de las religiones. Le
ocurrió en 1896 a Carl Reinhardt, cuando compró un escrito en copto a
principios del siglo II. Lo depositó en el Museo Egipcio de Berlín y no fue
desvelado hasta 1955 por el egiptólogo Carl Schmidt. Resultó ser El Evangelio
de María y agitó las investigaciones sobre el protagonismo de las mujeres en
las primeras comunidades cristianas. En una religión cuyas jerarquías
desprecian, e incluso detestan, a la mujer, reabría el viejo debate sobre el
estado civil de Jesús, el fundador cristiano. Así lo subrayó
entonces Karen King, reputada catedrática en la Universidad de Harvard, que
ofreció en 2006 otra traducción y un estudio riguroso (en español lo editó
Poliedro, traducido por Marco Aurelio Galmarini).
Ahora vuelve
otro papiro. Al comprado por Reinhardt le faltaban las seis primeras páginas y
cuatro más del centro. Karen King cree que eran la clave de un hecho que se ha
querido ocultar como si fuese peligroso. La semana pasada ha dado a conocer el
texto en el que se dice que Jesús se casó. La tradición cristiana imperante
siempre ha dicho que no lo estaba, a pesar de no existir evidencias que
respalden tal afirmación o la contraria.
“Si en los
primeros textos no hay referencias al matrimonio de Jesús, es porque en el
contexto judío lo normal era que estuviera casado. ¿Por qué, entonces, las
reacciones, más viscerales que argumentadas, en contra? Las razones tienen que
ver con el sexo. Porque cae por tierra todo fundamento cristológico del
celibato impuesto a los sacerdotes; porque pierde justificación la superioridad
de la vida consagrada a Dios sobre la vida de los cristianos seglares, y porque
se desmonta la visión negativa que la Iglesia tiene de la sexualidad y la
consiguiente represión sexual que impone”, sostiene el teólogo Juan José
Tamayo, autor de tres libros sobre la vida y la obra de Jesús de Nazaret.
Otro fragmento
contiene esta cita: “Y Jesús les dijo: mi mujer”. A la discusión sobre si esa
mujer merece ser parte de la comunidad, Jesús contesta: “Ella puede ser mi
discípula también”. Con esta frase, la tesis de san Pablo ordenando callar a
las mujeres en las asambleas saltaría por los aires de forma clamorosa. En El
Evangelio de María hay un diálogo de Jesús con los discípulos después de la
resurrección. Entre ellos está María de Magdala (vulgarmente, la Magdalena),
que antes había revelado enseñanzas que ella misma recibió en una visión del
resucitado. Algunos discípulos se enfadan. ¿Cómo podía Jesús escoger a una
mujer como interlocutora, marginando a Pedro, por ejemplo? Otros reprochan a
Pedro el trato que da a Magdalena: “Si el Salvador la hizo digna, ¿quién eres
tú para rechazarla? El Salvador la conocía profundamente. Por eso la amó más
que a nosotros. Lo que debería darnos vergüenza”.
Son legión los
Padres de la Iglesia que detestan a la mujer. Pablo de Tarso: “Es bueno para el
hombre abstenerse de mujer”. Agustín de Hipona: “El marido ama a la mujer
porque es su esposa, pero la odia porque es mujer”. Tomás de Aquino: “La mujer
es un hombre malogrado”. Juan Damasceno: “La mujer es una burra tozuda, un
gusano terrible en el corazón del hombre, ella ha expulsado a Adán del
Paraíso”. Tertuliano: “No está permitido que una mujer hable en la Iglesia, ni
bautizar, ni ofrecer la eucaristía, ni participar en las funciones masculinas,
y mucho menos en el sacerdocio”.
Es la tesis del
fundador del Opus Dei, el ya santo Josemaría Escrivá de Balaguer, en la
máxima 28 de Camino, el libro de cabecera de sus influyentes seguidores: “El
matrimonio es para la clase de tropa y no para el estado mayor de Cristo”. Pese
a haber habido en la historia no pocos papas casados y con hijos, se ha impuesto
la idea de que, si el celibato era superior y el matrimonio inferior aunque
lícito, el sexo sería en consecuencia un acto perverso y un pecado lícito solo
en el matrimonio. Lo dijo pronto el obispo Ambrosio de Milán (373-397): “La
vida conyugal es incompatible con una carrera en la Iglesia. Incluso un buen
matrimonio es la esclavitud”.
En el Vaticano,
centro del imperio católico, nunca se aceptará que Jesús fue un hombre casado.
Descuartizaría las bases en las que basa su vasto poder desde que el emperador
Constantino consagró el cristianismo como fe oficial de su imperio. Para ello
hubo de intervenir enérgicamente en favor de la facción que sostenía que Jesús
era hijo de Dios, incluso él mismo Dios y uno de los componentes de la ahora
llamada Santísima Trinidad.
El emperador
intervino —Concilio de Nicea, año 325— para poner paz entre disputadores
teológicos, pero la realidad fue bien otra. Allí se engendraron incontables
guerras de religión, terribles persecuciones —los hasta entonces cristianos perseguidos
se iban a convertir en feroces perseguidores— y tiempos de inquisiciones y
autos de fe. Voltaire calculó en su tiempo que la religión había causado un
millón de muertos por siglo. La principal consecuencia de la intervención de
Constantino fue, sin embargo, la conversión de los cristianos en un poder con
vocación de dominar el mundo con un Estado propio en la sede misma del ya caído
Imperio Romano. Nada de eso pudo imaginarlo el fundador. Como dijo el clásico,
Jesús anunció el Reino de Dios, y lo que vino fue la Iglesia, con poder,
influencia y lujos sin cuento.
Eran la
consecuencia de otra proclamación conciliar, de arrogante ignorancia: la que
sostuvo hasta hace 50 años que “fuera de esa Iglesia no hay salvación”
(Concilio Ecuménico de Florencia, 1442), con estas palabras: “La Santa Iglesia
Romana cree firmemente, confiesa y proclama que nadie fuera de la Iglesia
católica, sea pagano o judío, no creyente o separado de la unidad, participa de
la vida eterna, sino que cae en el fuego eterno que ha sido preparado por el
demonio y sus ángeles, a no ser que se incorpore a ella antes de la muerte”.
Impuesta la
tesis de que Jesús es Dios —e hijo de Dios—, ¿cómo sostener que se hubiese
casado con mujer terrenal e incluso que tuviese hijos? No podía ser. Dios no se
casa. La fórmula fue radical: la proclamación de unos pocos escritos canónicos
(cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, el Apocalipsis) y una radical
eliminación del resto de los escritos, varios de ellos también conocidos hasta
entonces —y ahora— como evangelios, a ser posible en el fuego. Bastante
tendrían con soportar el hecho incontestable de que quien ahora pasa por ser el
primer Papa —el pobre pescador Pedro— estuvo casado y tuvo dos hijos. Quinientos
años después, el Vaticano II reconoció la libertad de conciencia y de religión
en una declaración que cayó como una bomba en el nacionalcatolicismo español.
Es más, en 1999 el papa Juan Pablo II aceptó en voz alta lo que los mejores
teólogos venían sosteniendo con mucho riesgo de anatema: que el infierno y el
cielo no existen como tales lugares, sino que son meros estados de ánimo: el
infierno, estado de ausencia de Dios; el cielo, de compañía con Dios.
“El papiro
desvelado por Karen King confirma lo que teólogas y teólogos hemos afirmado hace
tiempo”, sostiene Margarita Pintos, presidenta de la Asociación para el Diálogo
Interreligioso. “En el siglo primero, la normalidad era que hombres y mujeres
se emparejasen para tener descendencia, y más en familias judías que esperaban
a un Mesías liberador. Pero identificar a esa mujer con María Magdalena es una
lectura patriarcal. No podemos imaginar que una mujer por sí misma, sin
referencia a un varón, sea libre, independiente y depositaria del anuncio de la
Resurrección. Siempre que aparece un documento que pone a Jesús en relación con
alguna mujer, se la quiere identificar como su madre, su esposa, su amante,
etcétera. Las mujeres que vivieron en la proximidad de Jesús fueron,
seguramente, personas peculiares, con pensamiento propio, dispuestas a poner en
práctica una noticia liberadora para sus vidas sometidas al orden patriarcal.
En el discipulado igualitario de Jesús encontraron ese espacio para
desarrollarse en libertad. Por su valía personal fueron depositarias del
anuncio de la resurrección, predicaron en las ciudades del Imperio y a muchas
les costó la vida”, añade la teóloga.
El escritor
Jesús Bastante Liébana, que acaba de publicar Y resucité entre los muertos.
Diario íntimo de Jesús el crucificado (donde se explaya en la relación
entrañable entre Jesús y María Magdalena), recuerda que en las primeras
comunidades cristianas, “cuando todavía el concepto Iglesia era muy discutido,
se hablaba con naturalidad sobre si Jesús pudo o no estar casado y no se
planteaba el celibato”.
“Jesús pudo
estar casado y haber formado una familia. El modelo de familia defendido por el
Evangelio tendría más peso si el mismo Mesías hubiera formado una. Durante años
se dio por sentado que Jesús tuvo hermanos e incluso una compañera, que bien
podría haber sido María Magdalena. Fue bastante después, atendiendo a criterios
patriarcales, cuando la Iglesia acabó por institucionalizarse, cuando se cerró
la vía de que Jesús hubiera podido tener una familia. La mujer era símbolo de
pecado, y el celibato acabó imponiéndose como un modo de superioridad del
hombre sobre la mujer. Ahí María, o la mujer de Jesús si tuviera otro nombre,
no tenía cabida. Así se impuso la castidad como modelo de perfección, pese a
que los eclesiásticos no han sido precisamente un ejemplo de cumplimiento”.
El teólogo
Tamayo toma la idea de san Josemaría (“si Jesús hubiera estado casado pasaría a
ser tropa”) para recordar que cada vez que los investigadores, sobre todo las
investigadoras feministas, plantean la posibilidad de que Jesús estuviera
casado, la jerarquía católica pone el grito en el cielo. “Lo hacen como si se
tratara de una verdad de fe, cuando no pertenece al núcleo del cristianismo y
resulta irrelevante en los evangelios, que destacan las excelentes relaciones
de Jesús con las mujeres y de ellas con Jesús”.
Extraído de El País
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