Los animales siempre han estado a merced del entorno. Éste, con sus caprichosos e irracionales cambios, con sus violentas manifestaciones y sus naturales demostraciones de fuerza, los ha doblegado a su antojo, meciéndolos, a veces suave, a veces violentamente, según el momento. En la madre de las leyes, esa norma universal nunca escrita, los seres vivos tienen la eterna e invariable obligación de adaptarse. En esta milenaria y cansina mecánica, el hombre ha jugado con la ventaja de la razón. Su intelecto le ha permitido gozar de un elevado grado de bienestar en todas las circunstancias y en todos los tiempos. El ingenio ideó pronto maneras de protegerse de los elementos, formas de vivir con cierta comodidad en un contexto espacial cambiante, en el que el paisaje ha sido y es la manifestación y el resultado visible de fuerzas telúricas prácticamente invisibles a los sentidos de éste.
El equilibrio, sólo roto en momentos puntuales, se ha caracterizado durante siglos por ser la nota dominante en la relación entre él y la tierra que le da cobijo y lo mantiene. Esta situación, sin embargo, ha cambiado de manera notable en las últimas dos centurias. La industrialización marcó el principio del fin y la armonía se fracturó en contra del medio. La humanidad cambió todos los recursos para ponerlos a su favor y mecanizó la vida, que se hizo urbana, interactuando con el ecosistema en base a un modelo nuevo y, por qué no decirlo, bastante agresivo con el entorno. Sin previo aviso, firmó un contrato unilateral cuyas peores consecuencias pagarán los hijos de las generaciones que están por venir.
La mecanización dio un nuevo sentido a las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Los antiguos habitantes del planeta tomaron consciencia de su poder y éste no ha parado de crecer desde entonces, hasta transformarse en una fuerza sin control que ha escapado ya a su alocada mano. El paisaje, inalterado durante milenios, se empezó a transformar brutalmente en un proceso artificialmente modelador que, hoy día, está muy lejos de haber alcanzado su final. El hombre, para el que ahora no hay nada imposible, ha logrado esclavizar montañas, valles y ríos. Su técnica puede con todo y cualquier ‘obstáculo’ natural es eliminado en pos del bienestar que casi siempre esconde el mal entendido progreso de la raza dominante.
La agresión de la agricultura intensiva, la minería, la industria tecnológica y la derivada de la producción de las actuales formas de energía son tan sólo algunos de los ejemplos más próximos en el tiempo de esta nueva forma de relación con la naturaleza. Sin duda, la última gran revolución paisajística experimentada por este país con comportamiento de ‘nuevo rico’ la ha provocado la industria del ladrillo. Su fachada externa ha pagado una vez más las consecuencias de un momento de bonanza general. Los grandes desarrollos urbanísticos, en los que la mesura no existe, han dejado poco lugar a la imaginación de las nuevas poblaciones urbanas, que en la mayoría de los casos proceden del masivo trasvase demográfico desde un mundo rural en el que la naturaleza no ha sufrido tanto el ataque del agente humano.
Estos tiempos requieren nuevas soluciones. El nacimiento del movimiento ecologista supuso un punto de inflexión en esta vertiginosa dinámica. El respeto al medio que ha hecho al hombre y la búsqueda del equilibrio perdido son el fin perseguido. Sus herramientas están a la altura de los nuevos retos que plantea este mediocre y agotado modelo de desarrollo. Constituye uno de los más fuertes grupos de presión de la era actual y, por suerte, suele llegar allí donde la clase política ha fracasado, después de haber ofrecido evidentes síntomas de agotamiento.
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Extraído de Arqueología del Paisaje
Extraído de Arqueología del Paisaje
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