Una historia tortuosa y fascinante
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Cuando las agujas del reloj se acercan a la medianoche del 31 de diciembre, el mundo entero se prepara para celebrar el Año Nuevo. Pero si uno rasca un poco la superficie del champán y las serpentinas, descubre que esta fiesta tiene una historia tan tortuosa y fascinante como la de cualquier familia numerosa en nochevieja. Porque, antes de llegar a ser un espectáculo globalizado de fuegos artificiales, el Año Nuevo fue, como casi todo, un lío monumental.
De Babilonia al calendario juliano: ¿cuándo demonios empieza el año?
Los babilonios, que entre otras cosas inventaron la cuenta corriente (o al menos las deudas, que es lo mismo), celebraban el inicio del año con la llegada de la primavera, allá por marzo. Es lógico, ya que es el tiempo en el que se produce el deshielo, el reverdecer de los campos, las lluvias y esa atmósfera de que el mundo volvía a ponerse en marcha. Una fiesta que duraba nada menos que once días y donde se coronaba o destronaba al rey de turno, dependiendo de cómo hubieran ido las cosechas.
Luego llegó Julio César, ese genio del márketing político que sabía que un calendario podía ser más efectivo que un ejército. En el año 46 a.C., tras las consultas pertinentes con los astrónomos alejandrinos (y algún que otro agorero de confianza), instauró el calendario juliano, marcando el 1 de enero como el día del inicio oficial del año. Lo curioso es que este cambio no tenía mucho de simbólico ni espiritual, sino que era, más bien, una cuestión práctica para sincronizar las estaciones con las festividades romanas. ¿Que por qué enero? Fácil. Debía su nombre a Jano, dios de las puertas y los comienzos, cuya doble cara miraba tanto al pasado como al futuro. Una metáfora perfecta para el cruce de años.
Por supuesto, el calendario juliano no era perfecto. Cada año se desajustaba ligeramente respecto al ciclo solar, acumulando errores que, con los siglos, harían que la Navidad cayera en agosto. Y eso, como comprenderán, no cuadraba con la liturgia cristiana ni con las tradiciones del lechazo al horno.
El Papa Gregorio XIII y la (otra) reforma imposible
Saltamos unos mil años, en los que Europa pasó de la orgía imperial romana al recogimiento feudal. En este contexto, el Año Nuevo se celebraba cuando mejor le venía a cada uno. Se podía festejar en marzo, coincidiendo con el equinoccio de primavera, o incluso en diciembre, con la esperanza de darle un poco de luz al invierno más oscuro. Fue en el siglo XVI cuando el papa Gregorio XIII decidió que ya estaba bien de confusiones y reformó el calendario juliano, ajustándolo al ciclo solar con una precisión que hubiera hecho llorar de emoción a los babilonios.
La adopción del calendario gregoriano no fue rápida ni sencilla. Mientras los países católicos lo adoptaron casi de inmediato en 1582, los protestantes, siempre reacios a las ideas papales, tardaron décadas o siglos en alinearse. Inglaterra, por ejemplo, no lo hizo hasta 1752, dejando fuera a once días completos del calendario. Así, un inglés que naciera el 2 de septiembre de 1752, se despertaba al día siguiente en el 14 de septiembre. ¡Imagine usted las caras al mirar el almanaque!
El Año Nuevo en otras culturas: entre dragones, lunas y hogueras
No todas las culturas, sin embargo, se plegaron al calendario gregoriano. El Año Nuevo chino, por ejemplo, sigue fiel al calendario lunisolar, celebrándose en fechas variables entre enero y febrero, con una espectacularidad que deja en ridículo nuestros brindis con cava. En su esencia, las festividades buscan garantizar prosperidad y ahuyentar a los malos espíritus. Para ello, se despliega todo un arsenal de dragones, pólvora y banquetes que parecen diseñados para impresionar tanto a los vivos como a los ancestros.
Los judíos, por su parte, celebran Rosh Hashaná en otoño, en un ambiente más introspectivo. Las trompetas del shofar resuenan en la sinagoga, recordándonos que cada Año Nuevo, más que una fiesta, es un examen de conciencia. Mientras tanto, los persas festejan el Nowruz durante el equinoccio de primavera, con una ceremonia que mezcla fuego, agua y una mesa cargada de simbolismo.
De la superstición al mercado global: el Año Nuevo hoy
En la actualidad, el Año Nuevo es un producto globalizado. Desde la ceremonia ritual del conteo en Times Square hasta las playas abarrotadas de Copacabana, el mundo entero parece estar sincronizado para recibir el 1 de enero con euforia. Pero incluso en este contexto moderno, sobreviven tradiciones más antiguas de lo que queremos admitir. En España, por ejemplo, nos tragamos doce uvas en doce segundos, una costumbre que no es más que una ingeniosa idea de los agricultores del siglo XX para vender excedentes.
En Japón, los templos budistas repican las campanas 108 veces, mientras que en Dinamarca se rompen platos contra las puertas de los vecinos. ¿Razón? Ahuyentar la mala suerte. Lo que demuestra que, a pesar de los avances científicos y tecnológicos, seguimos siendo igual de supersticiosos que los babilonios.
Y así, entre cábalas, calendarios y chispas de pólvora, el Año Nuevo avanza, recordándonos que el tiempo no espera por nadie. Como decía aquel proverbio romano... tempus fugit o, en castellano, "el tiempo vuela". Pero siempre nos quedará el consuelo de brindar por él.
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