Un laberinto de traiciones, ambiciones y malentendidos
Imagen meramente ilustrativa. |
La muerte de Atahualpa, el último emperador inca, es uno de esos episodios que no se cuentan en los libros de Historia sin ciertas dosis de polémica. La historia de su captura y ejecución es en realidad un laberinto de traiciones, ambiciones y malentendidos, cada cual más triste y cruento que el anterior.
Corría el año de 1532, y Francisco Pizarro, el conquistador español al mando de un ejército de apenas 168 soldados, logró capturar al soberano inca en Cajamarca mediante una emboscada que dejaría en los anales una mezcla de admiración y horror. La ambición, la habilidad estratégica y una brutal suerte jugaron del lado de los españoles, quienes, bien sabían que la captura de Atahualpa era la llave para desmoronar el imperio inca.
El secuestro en Cajamarca: el encuentro que no fue
En un primer momento, la situación parecía una simple negociación. Atahualpa, con confianza absoluta en su poder y sin imaginar el tipo de enemigo que tenía enfrente, aceptó reunirse con Pizarro. Según la crónica, los incas no estaban preparados para lo que les esperaba. Aquel recibimiento aparentemente pacífico derivó en una masacre orquestada a la perfección. La violencia desatada convirtió el encuentro en un baño de sangre, y en poco tiempo, los soldados de Pizarro, armados con pólvora y caballos, arrebataron a Atahualpa su libertad.
Con el emperador capturado, el miedo y la curiosidad se apoderaron del imperio. ¿Qué hacía un hombre de la envergadura de Atahualpa prisionero de un grupo de extranjeros tan reducido? ¿Dónde había quedado el poder del Sapa Inca? El pueblo inca comprendía que algo más grave estaba por suceder.
La promesa de un rescate de oro
A cambio de su libertad, Atahualpa ofreció llenar una habitación de oro y otra de plata hasta donde alcanzara la mano alzada. El emperador calculaba que esa riqueza colmaría las expectativas de los españoles, y con ello lograría regresar a su posición. Confiado en que cumplida su palabra, los españoles le devolverían su libertad, comenzó la recolección de oro y plata desde distintos puntos del vasto imperio.
Pero Pizarro y sus hombres, quienes nunca habían visto tanta riqueza junta, comenzaron a cuestionar si realmente era prudente liberar a un soberano tan poderoso y temido. Aun cuando se cumplió la promesa de Atahualpa y la sala se llenó hasta el tope con las riquezas prometidas, los conquistadores decidieron que liberarlo sería un riesgo innecesario.
El juicio y la ejecución
La incertidumbre culminó en un juicio que más parecía una pantomima. Atahualpa fue acusado de diversos crímenes, incluyendo la conspiración para rebelarse contra los españoles y la herejía, pues había rechazado las enseñanzas cristianas. Estos cargos fueron suficientes para sentenciarlo a muerte.
El 26 de julio de 1533, el último soberano del imperio inca fue ejecutado en la plaza de Cajamarca. La opción que se le dio fue cruel: ser quemado en la hoguera o aceptar el bautismo cristiano y morir por estrangulamiento. Atahualpa, aunque hizo un intento de preservar su dignidad y morir en las llamas, finalmente eligió la segunda opción porque, según la religión de los incas, para resucitar en el otro mundo su cuerpo debía ser embalsamado y eso no sería factible si era consumido por el fuego.
El impacto de su muerte en el Imperio Inca
Con la muerte de Atahualpa, el Tahuantinsuyo quedó sumido en el caos. Las estructuras de poder se fragmentaron, y la resistencia a la ocupación española se tornó más compleja. La desarticulación de un imperio tan vasto fue cuestión de tiempo. Sin un líder, los pueblos y territorios incas fueron cayendo uno tras otro bajo el control español.
La captura y ejecución de Atahualpa, lejos de ser una mera victoria para los conquistadores, dejó una herida profunda en la historia del continente, una herida que reverbera hasta nuestros días, entre el oro perdido y las promesas traicionadas.
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