Con
sus 235 centímetros de altura (veinte más que Gasol), Agustín Luengo acaparaba
las miradas en la España decimonónica.
Restos
capilares.
El esqueleto de Agustín Luengo Capilla. |
Vivo o muerto, en el siglo
XIX o en el XXI, vestido de pie o en la yacente desnudez de sus huesos, Agustín Luengo Capilla siempre fue un hombre asombroso, un gigantón que paseaba entre
caras de sorpresa sus 235 centímetros de altura (veinte más que Gasol) por
aquella España decimonónica de gentes pequeñitas, donde la talla media rondaba
el 1,60 (hoy, es de 1,73).
Cuentan de
Agustín, que nació en 1849 en la Puebla de Alcocer (Badajoz) y murió 26 años
después en Madrid, que en su casa
tuvieron que abrir un butrón en la pared para que pudiera dormir con las piernas totalmente estiradas. También cuentan que en
aquella España pueblerina que se reía de las malformaciones (y pagaba por
verlas), el amigo Agustín se ganaba la
vida en uno de aquellos circos de monstruos con enanos, mujeres barbudas y hombres elefantes, tan del (mal)
gusto de la época.
Su número, que
se anunciaba como una de las mayores atracciones, consistía básicamente en
mostrarse tal cual era y pasear bien cerca del público para que niños, mujeres
y hombres se deleitaran con su anatomía exagerada. El momento cumbre de la función
llegaba cuando, como el que se esconde dos monedas, Agustín ocultaba en sus
descomunales manos un par de panes redondos de kilo y medio cada uno. Puede que
los aplausos que retumbaban bajo la lona aliviaran el terrible dolor físico de
aquellos huesos hundidos bajo el peso de un cuerpo desproporcionado. O puede
que quizá le resultaran humillantes socavando aún más su autoestima. Nunca lo
sabremos.
Lo cierto es
que gracias al éxito de sus exhibiciones circenses, la fama del gigante Agustín
(un caso claro de acromegalia,
un trastorno causado por un tumor que dispara la producción de la hormona del
crecimiento) llegó a oídos del doctor Pedro González
de Velasco, catedrático de Anatomía de la
Universidad de Madrid, que impresionado por las peculiaridades y rareza
antropológica de aquel esqueleto, hizo a Agustín una oferta que no pudo
rechazar. Le compraría su cuerpo en vida a cambio de una renta de 3.000
pesetas, una fortuna en aquella época,
equivalente al salario medio de ocho años. Agustín recibiría 2,50 pesetas al
día mientras viviese y a su muerte, su cuerpo pasaría a una especie de museo
anatómico que por aquellos años, González de Velasco estaba montando en su
propia casa del barrio de Atocha. Digamos, de paso, que el doctor era un
personaje singular.
Hijo de un
humilde matrimonio de labradores segovianos, se forjó una brillante trayectoria
profesional sin renunciar a su obsesión de
recuperar cadáveres para la enseñanza de la Medicina. El reconocido galeno invirtió todos sus ahorros en la
construcción del edificio del museo (que fue su vivienda habitual y donde murió
en 1882) y allí fundó en 1875 el Museo Nacional de Antropología, en cuya sala principal reposan
los restos del que todos conocen como El Gigante
Extremeño, que no es otro que Agustín
Luengo Capilla, quien, por cierto, no pudo disfrutar de aquella suculenta renta
vitalicia pues murió al poco de tiempo.
Restos
capilares.
En el
‘vaciado’ del cuerpo del gigante que acometió el propio catedrático de
Anatomía, el esqueleto perdió diez centímetros y así, con una impresionante
osamenta de 2,25 metros, es como se exhibe en la actualidad en el Museo. Sus
restos, resguardados en una vitrina acristalada, están custodiados por un
vetusto armario repleto de cráneos, por la llamada ‘Momia guanche’
(el cadáver perfectamente embalsamado de un lugareño canario de tiempo
inmemorial) y una escultura a tamaño natural del propio Agustín (resultante del
vaciado practicado por el doctor) que áun conserva minúsculos restos capilares.
Ni que decir
tiene que el colosal esqueleto es la pieza más admirada por los más de 40.000
visitantes que recibe el Museo cada año, muchos de ellos escolares de colegios
que solicitan un (muy recomendable) recorrido guiado.
Vía: ABC
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